EL POSTPOSITIVISMO DESDE ADENTRO
Entrevista con Alí Lozada Prado*
AN INSIDE LOOK AT POST-POSITIVISM
Interview with Alí Lozada Prado
O PÓS-POSITIVISMO DESDE DENTRO
Entrevista com Alí Lozada Prado
Gustavo Silva Cajas** y Sougand Hessamzadeh Villamagua***
Entrevista realizada por escrito en diciembre de 2022
Quito, Ecuador
* Alí Lozada Prado es doctor en Derecho Público y Método Jurídico por la Universidad de Alicante, España; máster en Argumentación Jurídica, por la Universidad de Alicante y la Universitat degli Studi Palermo; máster en Evaluación de Políticas Públicas, por la Universidad Internacional de Andalucía; y tiene postgrados en Derecho Constitucional, por la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, y la Universidad de Salamanca, y en Derecho Penal, por la Universidad de Buenos Aires. Tiene varias publicaciones académicas, y es profesor del máster en Argumentación Jurídica de la Univer- sidad de Alicante y profesor invitado en varias universidades ecuatorianas e iberoamericanas. Se desempeña actualmente como presidente de la Corte Constitucional del Ecuador. ORCID: 0000-0001-9206-3647
Mis recuerdos de Archidona son borrosos y están pro- bablemente influidos por las fotografías de entonces y por lo que mis padres me contaban después de que, a mis cuatro años aproximadamente, nos fuéramos a vivir a Quito. Primero, mi papá consiguió una plaza en el colegio de El Quinche (parroquia de Quito) y luego mi mamá logró la suya en un pueblo llamado Curipungo (parroquia de Sangolquí). Las fotografías muestran que en mis primeros años acompañaba a mi
madre a las escuelas rurales en las que enseñaba; pare- ce que me habitué desde pequeño a pasar varias horas del día en un aula de clase. Lo que sí recuerdo con claridad es lo brutal del cambio de vida que representó mudarnos a Quito. Fue pasar de un mundo, que para nosotros era amable, a otro demasiado ríspido. Si bien mis padres no son oriundos de Archidona, tampoco son capitalinos (mi madre nació en San Miguel de Bolívar y mi padre en Ambato); además, por su tras- lado a otra provincia –así eran las reglas de la época–, a mis padres les redujeron la categoría escalafonaria y, por tanto, el salario. Pero mis padres sabían que era el precio que había que pagar para que yo y sus futuros hijos tuviéramos la mejor educación a su alcance.
Según mis padres, en mis primeros años de vida yo era –podría decirse– bilingüe: balbuceaba el castella- no y el kichwa. Mis padres, pero más mi madre, tenían mucho contacto con el mundo indígena debido a su profesión y a su condición de colonos. En casa, ya en Quito (en un barrio del sur), teníamos lanzas, collares, tejidos, vasijas… indígenas, como las que hoy se ven- den como souvenir, pero que mis padres tenían por su relación vivida con las comunidades. Conozco una que otra palabra o frase en kichwa, en su mayoría por haber escuchado a mis padres. Hace un par de me- ses, en unas audiencias sobre decisiones de la justicia indígena organizadas por la Corte Constitucional en Loja, me atreví a pronunciar un breve saludo en esa lengua, pero quedó en evidencia que varias de las pa- labras que usé pertenecían al kichwa de la Amazonía, no al de la Sierra. Lamentablemente, todo ese contacto directo con la cultura indígena, mío y de mi familia, quedó trunco cuando dejamos Archidona. Aunque quizá algo de esa experiencia haya incidido en mi pensamiento actual sobre el Derecho indígena y, en general, sobre el Derecho. Mis primeros años de so- cialización ocurrieron en la Latinoamérica profunda, en un contexto de interculturalidad y de desigualdad estructural, dos categorías que en mi actividad acadé- mica y jurisdiccional siempre las he tomado muy en serio, aunque he procurado no romantizarlas.
1 Nota de los entrevistadores: Se ha dividido la entrevista en dos secciones. La primera, biográfica, busca una aproximación al entrevistado, quien, even- tualmente, deja descubrir las (posibles) conexiones entre la persona y el pensamiento. La segunda sección trata temas más precisos sobre la obra de Alí Lozada Prado y el postpositivismo.
Tras esta respuesta un tanto larga, me temo que ya nadie creerá que soy alguien reservado.
Pero mi padre me ‘puso los pies sobre la tierra’ y, para velar por mi porvenir, aceptó que yo estudiara Sociología (en la Universidad Central del Ecuador) a condición de que también hiciera la carrera de Derecho (en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador). Acepté, pero luego de un curso, los hora- rios se cruzaron de una manera imposible de arreglar y tuve que elegir: sacrifiqué la Sociología. Con el tiempo –no sé si por una necesidad inconsciente de lograr la conformidad–, siento que fue lo mejor; pero quizás eso se deba a que terminé especializándome en Filosofía del Derecho.
No puedo decir que tuve, sin embargo, algún maestro. Ninguno de mis profesores vio en mí a un pupilo que mereciera ser atraído, promovido y menos apadri- nado. Eso debió tener muchas causas, pero una de ellas fue, sin duda, que yo no encontraba en ninguna de las asignaturas que ellos impartían una genuina pasión vocacional. Y es que –visto retrospectivamen- te– ninguna de ellas entraba de lleno en los problemas de la Filosofía del Derecho. A esta me acerqué, de a poco, por mis propias lecturas y por conversaciones extensísimas con mi entonces compañero de aula José Fonseca. La histórica ausencia de esa disciplina en el medio ecuatoriano es algo que no termino de explicar, aunque es notorio que eso ha ido cambiando. En mi opinión, la Filosofía del Derecho no es una disciplina más junto al Derecho laboral, civil, tributario… Más bien, es la que diseña los lentes con los que se debe estudiar sistemáticamente la práctica jurídica laboral,
civil, tributaria… El mejor ejemplo de eso es cómo se han (re)construido las teorías contemporáneas sobre la constitución, los derechos fundamentales y la juris- dicción constitucional: Alexy, Atienza, Ruiz Manero, Dworkin, Ferrajoli, Kelsen, Nino y compañía son o fueron filósofos del derecho, y no cultores del Derecho constitucional, entendido como dogmática jurídica.
Años después, cursé un postgrado en Derecho Constitucional en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito, Ecuador. Allí recibí la benéfica influencia de Agustín Grijalva, mi excolega juez de la Corte Constitucional, cuyas clases me hicieron ver la necesidad de cuestionar el formalismo para abordar debidamente los desafíos del Estado constitucional.
ALP: Mi descubrimiento de la Filosofía del Derecho fue, como dije, autodidacta. Cuando decidí estudiar en Alicante, yo no era más que un aficionado de la materia, sin mayores conocimientos y guiado, más que nada, por las intuiciones que me despertaban las lecturas, por ejemplo, de Kelsen, Hart, Alexy, Ferrajoli, Carrió, Alchourrón, Bulygin y, por supues- to, Atienza y Ruiz Manero. La Filosofía del Derecho engloba tres grandes disciplinas: la teoría del Derecho (ontología jurídica), la Argumentación Jurídica (metodología jurídica) y la teoría de la justicia (axio- logía jurídica). Según la concepción filosófica que se tenga sobre el Derecho, esas tres disciplinas pueden presentarse más o menos imbricadas. Desde que empezó mi afición por la iusfilosofía, latía en mí una inclinación preferente por el método jurídico, lo que hoy viene a ser la teoría de la argumentación jurídica.
Retrospectivamente, veo que detrás de eso había tam- bién en mí un enfoque pragmático de la Filosofía del Derecho, donde el punto de vista del participante de la práctica jurídica era central; por ello, aunque no lo veía con total nitidez entonces, el lugar donde quería formarme era Alicante. Ahí, Atienza había empezado ya a teorizar sobre la argumentación jurídica, y junto a Ruiz Manero habían elaborado una teoría de los principios jurídicos: la primera en lengua española. Ellos dirigieron mi tesis doctoral, titulada “Derechos y constitucionalismo discursivo”, y son, con Josep Aguiló, mis principales maestros. Aunque a todos los profesores de Alicante les debo muchas y muy importantes enseñanzas. De mis contemporáneos en Alicante, con quien más oportunidad tuve de discutir sobre temas iusfilosóficos de interés común fue con mi amigo Alejandro González, mexicano; entre lecturas, vino y pizzas regadas de chile, tratábamos de iniciar- nos en el trabajo investigativo. Más adelante, fue a realizar su doctorado en Alicante Catherine Ricaurte, quien se convirtió en mi gran interlocutora.
El seminario de Alicante (“el de los jueves”) constituye una escuela estupenda para todos los que pasan por ahí, pero en el Departamento de Filosofía del Derecho, en general, el ambiente es muy propicio para desarro- llar el debate crítico en cualquier lugar del campus o fuera de él. Los más destacados autores a nivel mun- dial son invitados a impartir clases, conferencias o seminarios. Allí, la relación entre todos está marcada por una horizontalidad, que sería totalmente extraña en la inmensa mayoría de universidades y, en gene- ral, en instituciones ecuatorianas y latinoamericanas. Mi –modesto– pensamiento jurídico se fraguó en ese horno a lo largo de muchos años, aunque también he podido hacer estancias de investigación en grupos igualmente prestigiosos como el de la Universidad de Génova. Sobre mis principales aprendizajes, creo que podré hablar más adelante. Pero hubo un aprendizaje que para mí fue radical: la capacidad de discutir con rigor académico. Esto es usual en varios centros de investigación, pero suele decirse que en Alicante se discute de manera especialmente fuerte, buscando a veces la máxima racionalidad discursiva a costa de las fórmulas de cortesía. Con el tiempo, me habitué a esa forma ruda de practicar la esgrima dialéctica. Aunque luego, cuando recién me integré a la Corte
Constitucional, eso me pasaba factura, porque al- gunos de mis colegas me percibían como alguien prepotente, descortés o grosero en las deliberaciones, a pesar de que busqué modificar mis modales desde el primer día. Con paciencia, mía y de mis colegas, logré readaptarme.
para ir a Chile por tres años al menos. No había trans- currido el primero, cuando me propusieron integrar la lista de candidatos a la Corte Constitucional ecua- toriana. En el cortísimo tiempo que tuve para decidir, pensé mucho sobre mi futuro y el de mi familia, y aun- que suponía –y sigue suponiendo– asumir el riesgo del desempleo en el futuro, concluimos –influyó mucho el consejo de Manuel Atienza– que valía la pena partici- par en el concurso, y así volvimos a Ecuador.
Aunque pasé muchos años fuera, nunca dejé de pen- sar en el Ecuador. La distancia me ayudaba, en parte, a tratar de comprender los enigmas de Latinoamérica en general. Sabía, como dicen ustedes, que el formalismo era un rasgo negativo arraigado en la cultura jurídica ecuatoriana (y en las de España y Chile, por cierto); pero también sabía que había un rasgo nuevo, también negativo, que se venía gestando en los últimos años: el activismo judicial injustificado.
Como profesor de algunos programas de posgrado en el país, puedo decir que he tenido que enfrentar los dos extremos por igual, y a veces algo más al segundo. Por eso, he buscado adaptarme al entorno jurídico ecuatoriano lo estrictamente necesario, pues se trata de una cultura jurídica en formación, frente a la cual pienso que se debe tener una actitud crítica y no conformista.
Estoy terminando un artículo para DOXA, con base en mi tesis doctoral y en homenaje a Atienza, en el que caracterizo al postpositivismo a partir de tres tesis fundamentales: la conexión necesaria entre la argumentación jurídica y la argumentación moral; el objetivismo basado en derechos; y –como resultado
de las dos tesis anteriores– la focalidad jurídico-mo- ral de los derechos fundamentales. En mi opinión, estas tres tesis son indispensables para dar cuenta de manera satisfactoria de la práctica jurídica propia del Estado constitucional, en la que, por efecto de la incorporación de los derechos fundamentales en el documento constitucional, ya no solo se subsumen hechos en reglas, sino que también se ponderan principios, valores y bienes jurídico-morales (que es en lo que consisten esencialmente, aunque no exclu- sivamente, los derechos fundamentales). Además, el Derecho del Estado constitucional está atravesado por la tendencial tensión entre su dimensión autoritativa o institucional (a la que corresponden los principios de deferencia al legislador democrático, de la seguridad jurídica, etc.) y su dimensión sustantiva o de justicia (a la que se adscriben los principios consistentes en derechos fundamentales, en bienes colectivos, etc.).
El positivismo normativista (hay otras formas de po- sitivismo) no es apto para dar cuenta de nada de lo mencionado, puesto que carece de esas tres tesis. Este parte, por el contrario, de la tesis de la separación entre Derecho y moral, lo que reduce al razonamiento jurí- dico a la subsunción con reglas; de lo que se sigue que los derechos fundamentales solo pueden tener forma de reglas: al cercenarles su dimensión valorativa, ellos terminan ‘aplanados’, metáfora que usé para criticar la teoría de Ferrajoli en una discusión colectiva con ese autor, publicada en Italia hace algunos años.
El postpositivismo, sin embargo, es una teoría que no ha terminado de construirse. Por ejemplo, en ese artículo que estoy terminando, examino las críticas de Atienza a un modelo de postpositivismo que recons- truí en mi tesis doctoral a partir de Nino y Alexy: el postpositivismo discursivo. En mi opinión, Atienza básicamente adhiere a ese modelo teórico, pero sus críticas muestran la necesidad de superar algunas deficiencias; a saber, respectivamente a las tres tesis antes anotadas: el carácter idealizado de la tesis del caso especial, que eclipsa varios tipos de argumenta- ción jurídica, como la de los abogados, legisladores, mediadores, etc.; la fundamentación puramente pro- cedimental de los derechos fundamentales, que acaba por anclarlos solo en la autonomía personal relegando al de la dignidad humana; y la omisión de incorporar a
las normas de fin para dar cuenta de la argumentación con derechos fundamentales.
Alexy llama no positivismo excluyente (que podría- mos denominar también iusnaturalismo fuerte) a una concepción del Derecho para la que todo defecto moral de una norma o decisión jurídica –vale decir, todo desajuste entre la dimensión de autoridad y la dimensión de justicia– trae consigo su invalidez jurídica. Para esta corriente, una norma o decisión es jurídicamente inválida (no es Derecho) si es in- justa. En contraposición a esto, Alexy opta por el no positivismo incluyente (en nuestros términos, el pos- tpositivismo), según el cual, no todo defecto moral
de una norma o decisión jurídica acarrea su invalidez jurídica (sigue siendo Derecho); esto solo ocurre frente a casos de extrema injusticia, pero sí la vuelve jurídicamente defectuosa, por lo que debe ser corre- gida por las instancias competentes. Esta clasificación alexyana permite mostrar que el postpositivismo no es un iusnaturalismo.
El término neoconstitucionalismo, como dicen ustedes, fue utilizado inicialmente por Pozzolo y otros autores genoveses para referirse grosso modo al postpositivismo: Alexy, Atienza, Dworkin, Nino, Ruiz Manero. Sin embargo, en Latinoamérica, mu- chos juristas –que en general no son filósofos del Derecho– se han reconocido como parte de un mo- vimiento autodenominado neoconstitucionalismo. Esta no es propiamente una corriente teórica, sino que viene a ser una ideología espontánea, la opuesta al formalismo. En breve, podría decirse que mientras el formalismo reduce todo el Derecho a reglas inter- pretadas estrictamente a partir de la “letra de la ley”, el neoconstitucionalismo reduce todo el Derecho a los principios, valores y fines constitucionales; con lo que al Derecho se le amputa su dimensión institucional o de autoridad y se lo convierte en una empresa donde solo importa la consecución de la justicia material. Por eso, el constitucionalismo, así entendido, es la ideolo- gía que sustenta el activismo judicial injustificado al que antes me refería.
En mi opinión, un principio formal es susceptible de ser ponderado con otros de cualquier tipo, ya que la materia ponderable incorporada en todo principio es un valor o bien moral y no cabe establecer prioridades que no sean prima facie entre valores o bienes morales. En el caso de los principios formales, entonces, claro que hay valores morales subyacentes, pero tienen que ver con la dimensión institucional o autoritativa del Derecho. Aquellos valores son los que hacen que el Derecho no sea una práctica orientada a la pura justicia material (como la moral), sino –parafrasean- do a Alexy– a una justicia institucionalizada; pues el Derecho –parafraseando esta vez a Nino– se construye siguiendo la lógica del segundo mejor. Y pienso tam- bién que las reglas producto de las ponderaciones en
las que interviene un principio formal pueden ser de varios tipos, no necesariamente institucionales en el sentido de Atienza y Ruiz Manero. Sin embargo, todo esto es algo que puedo afirmar solo preliminarmente, porque sigo investigando al respecto.
Según el postpositivismo de Alexy, como antes ma- nifesté a propósito del no positivismo incluyente, las injusticias en el Derecho, en general, no traen consigo la invalidez jurídica de las normas o decisiones, pero sí las vuelve jurídicamente defectuosas. Esto puede explicarse diciendo que los principios formales tienen primacía prima facie sobre los principios materia- les, por lo que, en general, las normas o decisiones injustas mantienen su validez jurídica porque son
dictadas por autoridades que el Derecho instituye, aunque los principios materiales operen en un se- gundo plano calificando a esas normas y decisiones como jurídicamente defectuosas y, por tanto, corre- gibles por parte de las instancias competentes (por ejemplo, por la Corte Constitucional en una acción de inconstitucionalidad de ley). Sin embargo, si la injusticia es extrema, los principios formales resulta- rán derrotados por los principios materiales, los que pasan a un primer plano y determinan, ya no que las normas o decisiones concernidas sean jurídicamente defectuosas, sino jurídicamente inválidas, indignas de ser obedecidas por nadie. Por cierto, las injusticias extremas de las que habla Alexy –o el mal absoluto del que habla Nino– son, por ejemplo, los crímenes del nazismo. Esto conviene aclararlo para no dar pie a la creatividad neoconstitucionalista.
Si seguimos la tipología de Atienza y Ruiz Manero, la presunción de constitucionalidad de la ley es un principio en sentido estricto, no una directriz. Es de- cir: establece un mandato de acción, no de fi Según la reconstrucción que hago en el artículo que ustedes mencionan, aquel principio establecería lo siguiente: en un proceso de inconstitucionalidad de leyes, la Corte Constitucional está obligada a decidir como si la ley fue- se constitucional a menos que o hasta que tenga razones sufi tes para creer que la ley es inconstitucional.
Yo pienso que existe suficiente fundamento filosófico para establecer en la Constitución algún mecanismo de control judicial de constitucionalidad de las leyes, pero considero que esa fundamentación no justifica prescindir del principio de deferencia al legislador democrático y, por tanto, del de presunción de consti- tucionalidad de la ley. En otras palabras, la deferencia al legislador no puede traducirse en una inmunidad judicial de la ley, sino en la obligación de toda corte constitucional de argumentar y decidir como si la ley fuese constitucional a menos que o hasta que tenga razones suficientes para creer que la ley es incons- titucional. Esto, a mi juicio, marca con fuego el rol institucional de la corte: únicamente ella hace respetar la Constitución en cuanto marco que delimita el es- pacio legítimo del juego político democrático, al que corresponde elegir los escenarios sociales futuros de entre todos los constitucionalmente posibles. Ir más allá sería incurrir en activismo judicial injustificado y dar cabida al fantasma del “gobierno de los jueces”. Ese rol de las cortes, sin embargo, debe ser ejercido activa y vigorosamente, sobre todo cuando de proteger los derechos fundamentales se trata. Cada corte consti- tucional, según su contexto nacional, debe hallar el justo equilibrio entre deferencia e intervención, lo que resulta especialmente difícil en países con institucio- nalidad débil como el nuestro.
ALP: Creo que ninguna Constitución entraña una específica teoría del Derecho, por lo que no podría de- cirse que la nuestra sea postpositivista (ni positivista, ni iusnaturalista, ni realista). Lo que sí sostengo es que el postpositivismo es la mejor teoría para dar cuenta del Derecho propio de los Estados constitucionales, incluido el nuestro.
Ciertamente, considero que la fórmula “Estado cons- titucional de derechos y justicia” debe ser interpretada como un pleonasmo, ya que, por definición –como he tratado de explicar anteriormente–, todo Estado constitucional incorpora un catálogo de derechos fundamentales y, por ende, una dimensión de justicia que atempera la dimensión de autoridad del Derecho. Que la Corte Constitucional en un momento haya dicho que “este modelo de Estado se fundamenta en el respeto y tutela de los derechos constitucionales considerados normas aplicables ante cualquier ser- vidor público” vendría a ratificar mi interpretación. Sin embargo, creo que la interpretación de aquella fórmula constitucional es más una cuestión acadé- mica que jurisprudencial. Conviene precisar que, en mi opinión, se trata de un pleonasmo virtuoso (no vicioso), porque no es una mera redundancia, sino
que contribuye pedagógicamente a remarcar las novedades primordiales introducidas por el Estado constitucional –que, por cierto, no se inauguró con la Constitución de 2008– en la historia jurídica ecua- toriana. Por otro lado, los derechos y la justicia son categorías teorizadas en Occidente, pero su contenido básico no es extraño a otros paradigmas culturales, de ahí que su inclusión en el primer artículo de nues- tra Constitución no podría interpretarse como un alejamiento de la cultura occidental y tampoco, ne- cesariamente, como una adhesión irrestricta a ella. Dicho sea de paso, no se puede hablar del pensamien- to occidental como un cuerpo homogéneo, como un sistema único: en la filosofía política de Occidente hay toda una paleta de colores que impide reducirla a un estereotipo fácil de destruir. Soy crítico de todo pen- samiento hegemónico, pero procuro no incurrir en la falacia del hombre de paja.
matrimonio, derecho que forma parte del bloque de constitucionalidad ecuatoriano por cuanto la propia Constitución establece una cláusula de apertura, según la cual, los instrumentos internacionales son directamente aplicables, “siempre que sean más favo- rables a las [normas] establecidas en la Constitución”. Desde luego, este argumento está expuesto a la crítica, pero claramente pretende basarse en la autoridad de la Convención, de la Corte IDH y de la propia Constitución. No es que la Corte Constitucional lla- namente ha ponderado principios constitucionales para invalidar la regla del artículo 67 “desdibujando el carácter autoritativo de la constitución”. Por todo esto, no parece que estemos ante un caso de activismo judicial injustificado.
Yendo a sus preguntas, a partir del advenimiento del Estado constitucional, el sentido común jurídico en el mundo latino se ha venido transformado. Para los juristas, han ido cobrando centralidad los principios, los derechos, la proporcionalidad, la ponderación, etc.; lo que muestra un giro antiformalista en la ra- cionalidad de las prácticas jurídicas. Sin embargo, la deriva neoconstitucionalista nos indica que no por abandonar el formalismo debemos asumir al Derecho como pura sustancia desprovista de forma. Dicho de otra manera, el antiformalismo no implica soslayar la dimensión institucional o autoritativa del Derecho para quedarse solo con la justicia material. El gran problema que, a mi juicio, el Estado constitucional debe enfrentar en los próximos años en nuestro país
y región es la adecuación de la forma del Derecho a las exigencias del Estado constitucional: la protección de los derechos solo es posible si se los rodea de re- glas razonablemente identificables y estables, algunas legales y muchas jurisprudenciales. Para ello, hay que adaptar algunos elementos provenientes del common law en la matriz propia de nuestra tradición jurídica. Por ejemplo, se debe remodelar la forma del Derecho a partir de una imbricación sistemática entre la legis- lación y el precedente. Hay que ir hacia una cultura del precedente que brinde un grado aceptable de seguri- dad jurídica a tono con nuestra realidad. El sentido común de los juristas del mundo latino en el futuro, en suma, debe parecerse más al que ha sido tradicio- nal en el mundo angloamericano, pero a través de un proceso de evolución propio, y no como resultado de trasplantes e injertos asumidos acríticamente.
A un estudiante de Derecho interesado en la iusfilo- sofía le señalaría que ésta reflexiona sobre la práctica jurídica, por lo que conocerla –y, mejor, vivirla– es condición necesaria para su teorización. Pero también
le diría que, solo conociendo la práctica jurídica, incluso estudiando dogmática jurídica, no se llega muy lejos; es preciso familiarizarse al menos con los rudimentos de algunas disciplinas científico-sociales, filosóficas y humanísticas en general. Añadiría que la Filosofía del Derecho es indispensable en la for- mación intelectual de un jurista, teórico o práctico, por lo que interesarse por ella siempre es formativo, aunque no se opte por una formación avanzada en ese campo. Y si tuviera que sugerir un solo texto para despertar tempranamente la curiosidad iusfilosófica de un estudiante de Derecho, elegiría El caso de los exploradores de cavernas, de Fuller. Siempre me pre- gunto: ¿a cuál de los jueces allí retratados me pareceré más?
BIBLIOGRAFÍA
Lozada Prado, Alí. 2022. “Principios formales y sentido común jurídico. Sobre la presunción de constitucionalidad de la ley”. Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, n.° 45: 411-443.