PROBLEMAS EN LA IMPLANTACIÓN DE TRATADOS EN DERECHOS HUMANOS INTERNACIONALES
Dificultades y desafíos en Argentina
PROBLEMS IN THE IMPLEMENTATION OF INTERNATIONAL HUMAN RIGHTS TREATIES
Difficulties and Challenges in Argentina
PROBLEMAS NA IMPLEMENTAÇÃO DOS TRATADOS EM DIREITOS HUMANOS INTERNACIONAIS
Dificuldades e desafios na Argentina
Jolurdimar Dos Santos*
Resumen
En el presente ensayo se analizará cómo la implanta- ción de tratados de derechos humanos internacionales –sea cual fuere la forma jurídica en que se lo haga, con jerarquía constitucional o supraconstitucional– genera dificultades y desafíos, pues en toda la región, aun cuando los derechos humanos se reconozcan como garantías constitucionales –y a nivel internacional y regional–, se vulneran, en muchos casos, los denominados derechos de primera generación, ligados a la dignidad humana. Se focalizan dos áreas o ám- bitos de intervención en los cuales el Estado argentino se ha mostrado ineficiente para proteger las mencionadas garan- tías: la violencia institucional, fruto de la adopción de un control social punitivo, y la confrontación de derechos de minorías con derechos de corporaciones.
Abstract
This essay examines the difficulties and challenges associated with implementing international human rights treaties, regardless of the legal framework in which they are constitutionally instituted. Human rights, including the so-called first generation of rights, which are connected to human dignity, are frequently violated throughout the region, even though they are acknowledged as constitutional protections at the national, international, and regional levels.
Recibido: 26/IX/2022 Aceptado: 30/XI/2022
Two areas of intervention in which the Argentine State has shown itself to be inefficient in protecting the previously mentioned guarantees are institutional violence, the result of the adoption of punitive social control, and the confrontation of minority rights with the rights of corporations.
Resumo
No presente ensaio se analisará como a implementação dos tratados de direitos humanos internacionais – seja qual for a forma jurídica que se faça, com hierarquia constitucional ou supraconstitucional – gera dificuldades e desafios, pois em toda a região, ainda quando os direitos humanos se reconhecem como garantias constitucionais – e a nível internacional e regional-, se vulneram em muitos casos, ainda os denominados direitos de primeira geração, ligados à dignidade humana. Se focaliza duas áreas ou âmbitos de intervenção nos quais o Estado argentino vem se mostrado ineficiente para proteger as mencionadas garantias: a violência institucional, fruto da adoção de um controle social punitivo, e a confrontação dos direitos minoritários com direitos de corporações.
108 CÁLAMO / Revista de Estudios Jurídicos. Quito - Ecuador. Núm. 18 (Enero, 2023): 108-121
A lo largo de la historia de las constituciones modernas –al menos en América Latina– hemos visto cómo los tratados de derechos humanos, tanto de orden regional como internacional, se han ido incorporando a los marcos normativos nacionales, como garantías constitucionales orientadas a proteger estos derechos en todas sus dimensiones: económicas, sociales, culturales, políticas, etc. (Santos 2021).
Actualmente, los tratados y acuerdos internacionales son considerados como la principal fuente de derecho internacional, basados en un creciente movimiento de constituciones en todo el mundo, que se proponen incorporar derechos y garantías básicas para la dig- nidad. El acuerdo o tratado internacional es válido solo entre Estados que, en el ejercicio de su soberanía, se han comprometido a incorporarlo en su sistema legal actual; por lo tanto, por el principio de buena fe, están obligados a cumplir el acuerdo en detrimento de su Derecho interno, si entra en conflicto con esto, haciendo uso del principio de pacta sunt servanda1 (Piovezán 2018).
Más allá de la legislación común tradicional, que puso en valor la importancia del ser humano, el derecho in- ternacional actualmente constituye una organización jurídica entre los Estados. Entonces, desde el sistema legal clásico, el ser humano, per se, no se ubicaba en la centralidad del escenario jurídico. Su relevancia no obedecía a su humanidad, sino más bien al carácter o condición representativa del Estado. Es decir, por ser gobernante/funcionario que detenta algún nivel de autoridad (embajador, jefe de fuerzas expedicionarias, parlamentario, etc.); en otras palabras, como la encar- nación/representación del Estado, no como sujeto que exclusivamente se represente a sí mismo.
Lo cierto es que el individuo en el orden público in- ternacional adquiere cierta relevancia a partir de los abusos y violencia ejercida de forma institucional.
La consecuencia de ello supone la reacción desde el sistema legal, rescatando la dignidad del individuo mediante la denominada personalidad jurídica. La primera etapa del largo camino que ha recorrido la dignidad humana se limitó al derecho interno; la segunda, corre por el orden internacional. Porque como consecuencia de esta evolución, a medida que el derecho internacional humanitario fue adquiriendo cuerpo y alcanzando jerarquía constitucional en los Estados, se visibilizaron y tramitaron una importante serie de casos de violaciones a derechos fundamen- tales, que a la vez son garantías constitucionales. No es solo una proliferación de casos, sino más bien la constatación de un fenómeno que parece ser una parte determinante de las sociedades democráticas contem- poráneas: al mismo tiempo constituye una respuesta jurídica local e internacional hacia el fenómeno. Ello genera la impresión de más cantidad de violaciones en términos históricos; pero en verdad no es un au- mento cuantificable, lo que aumenta es la respuesta legal al problema. De hecho, se habilitan formas más rigurosas de constatar eventos históricos que, directa e indirectamente, se vinculan con la violación o vulne- ración de derechos básicos.
En este sentido, resulta importante contrastar lo que ocurre en un país sudamericano como Argentina, para hacer una referencia sobre la que comprender y debatir la eficacia de los tratados internacionales de derechos humanos. Planteado en estos términos, pa- rece insoslayable pensar que el conjunto de tratados resulta relevante. Sin embargo, puede ser útil jerar- quizar algunas problemáticas como más importantes, en tanto que sus efectos en el conjunto de la sociedad afectan de mayor forma. Por ejemplo, la violencia ins- titucional. Ello porque supone la utilización particular (arbitraria e injustamente, por decir ejemplos), del poder estatal para menoscabar derechos básicos. Este tipo de violaciones a los derechos humanos se carac- teriza por sus dramáticas consecuencias en la vida de
Aparecido en la ley romana, en un clima de formalismo de inspiración religiosa, el contrato se estableció en la ley canónica, asegurando la posibilidad de crear derechos y obligaciones a la voluntad humana. Viniendo de los canonistas, la teoría de la autonomía de la voluntad fue desarrollada por los enciclopedistas, filósofos y juristas que precedieron a la Revolución Francesa y afirmaron la naturaleza obligatoria de las convenciones, equiparándolas a las partes contratantes de la ley misma. Así surge el principio: pacta sunt servanda (Wald 1992, 152).
las personas y sus comunidades. Sin embargo, existen otras formas de vulneración de derechos básicos que se encuentran menos visibilizadas. Quizás por traer consecuencias indirectas y más a largo plazo.
Un desastre ambiental y/o sanitario, se podría estar diseminando sin evidencias claras de su existencia. Incluso las decisiones económicas, políticas y sociales que califican para su judicialización (como corrupción,
evasión o tráfico de influencias), no siempre se eviden- cian su impacto. Pero ambas problemáticas comparten a los tratados internacionales en derechos humanos como instrumentos para su resolución legal, sabiendo que no se agota en la perspectiva jurídica. Lo relevante es conducir el/los debate/s en torno al tema de los derechos humanos a terrenos prácticos, pragmáticos, que busquen su abordaje desde lugares posibles y prevenibles.
El individuo pasa a integrar el derecho interna- cional de los derechos humanos a través de diversas convenciones y declaraciones. Se consideran funda- cionales el documento constitucional de las Naciones Unidas; la Carta de San Francisco, en 1945; también con la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre; pero más precisamente, cuando se emitió la Declaración Universal de 1948.
Sin embargo, no debemos olvidar que la Declaración de los Derechos Humanos no pudo ser aprobada por unanimidad aquel diciembre de 1948 en París, por- que el bloque socialista consideraba que si se daba primacía a los derechos individuales se actuaría en detrimento de los colectivos. Había, por lo tanto, una división filosófica que no pudo resolverse sino hasta el término de la Guerra Fría. También resultaría costoso reconocer, por parte de los Estados, que, para protec- ción eficiente de los derechos humanos, se tenían que delegar facultades a una serie de órganos.
Posteriormente, para dar certidumbre a los derechos y llevar adelante, sin ambigüedades, los compromi- sos y exigencias, se impulsó: la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales (Roma 1950), la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1965), los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y Derechos Económicos, Sociales y Culturales
(1996), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969), la Convención Internacional sobre la Represión y el Castigo del Crimen de Apartheid (1973), entre otros.
Así es como surgen garantías genéricas o difusas de los derechos humanos, que, a su vez, pueden ser juris- diccionales y no jurisdiccionales.
Las garantías jurisdiccionales se constituyen en tribu- nales específicos que ejercen control sobre los actos del poder. En tanto que, en las denominadas no ju- risdiccionales, ombudsman (en todas sus variantes), se ubican autoridades legitimadas con determinado sustrato jurídico. Ejemplo de ello es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), más otros órganos que abundan a la par de tratados y pro- tocolos (Castañeda 2015).
Ahora bien, más allá de la consolidación de un régimen internacional de protección de derechos hu- manos y de su incorporación a los respectivos órdenes jurídicos en sus textos constitucionales, son cotidia- nos los casos en que se registran serias violaciones a los derechos humanos, y, como tales, a las garantías constitucionales que los sustentan.
Este desfasaje entre el orden normativo y constitucio- nal vigente, y el real respeto de los derechos humanos, será analizado en los siguientes apartados.
Como movimiento filosófico-político, el cons- titucionalismo, sustentado jurídicamente por Constituciones y el derecho constitucional, aborda los aspectos conflictivos de las relaciones entre la sociedad y el Estado; según Haro (2003, 1), lo hace mediante dos premisas que han guiado su evolución:
La primera, consiste en la afirmación y protección de la dignidad de la persona humana, como modelo fundante que conforma un sistema jurídico-institu- cional progresivo. El mismo, se nutre en valores y fines antropológicos, políticos, sociales, económicos, cultu- rales y morales, estableciendo derechos individuales y sus correspondientes garantías.
La segunda, para Haro, es el establecimiento y sos- tén de la división y equilibrio de los poderes y sus funciones, que se atribuyeron a diversos órganos, pro- curando limitar y controlar cada uno de los poderes; evitando que alguno de ellos pueda abusar de la digni- dad humana o, en otros términos, vulnerar derechos o garantías fundamentales.
Es por ello que el constitucionalismo clásico –o también identificado como liberal- toma como prin- cipios organizadores del Estado de derecho, ideas que giran en torno a la libertad, la seguridad y la propie- dad. Más tarde, desde mediados del siglo pasado, la tendencia o predominio de cierto individualismo, aparece en escena la denominada: cuestión social, impulsando un giro en las concepciones ideológicas del constitucionalismo, propendiendo al denominado constitucionalismo social –en esa corriente, precisa- mente, se inscribe la Constitución peronista de 1949–. Junto a las ideas-fuerzas mencionadas, se tornó nece- sario incorporar al rango constitucional los valores de la justicia social y la solidaridad. Esta perspectiva le confirió una dimensión social al derecho constitucio- nal, dando lugar a la expresión: “nuevo Estado Social de Derecho”, tal como lo definió Heller (1985).
Una manera de dimensionar el abanico de posibilida- des que se le abren al individuo, para que pueda ser lo
más pleno posible, se encuentran, tal como identifica Haro (2003), rastreando las fuentes filosóficas. Así, Miguel de Unamuno (1966), considera que la vida del hombre puede manifestarse en cuatro grandes dimen- siones de la existencia, las cuales complementan las que señalaba Kant con las estudiadas por Max Scheler. Estas dimensiones son:
dimensión individual, el yo, consigo mismo, en una relación de identidad, de autenticidad;
dimensión social, que necesita el hombre para ser pleno, en una relación de fraterna solidaridad con los demás;
dimensión cósmica, que lo une en una relación de señorío, de dominus con la naturaleza, el universo, el cosmos; y
dimensión trascendente, con el misterio del Ser, que según Kant es lo Absoluto para el filósofo y el Dios de los creyentes, donde básicamente se establece una relación de filiación.
Estas dimensiones abarcan el conjunto de derechos humanos cuyo ejercicio posibilita la realización hu- mana, y siempre creciente, del derecho inalienable a ser persona. Esos mismos derechos, identificados también por el tiempo en el que han sido reconocidos
–derechos de primera, segunda o tercera generación de reconocimiento–, explícita o implícitamente legi- timan la Constitución Nacional argentina, a la par de los tratados de derechos humanos que, con jerarquía constitucional, se incorporaron en la reforma de 1994. Con este trasfondo ideológico ya se puede explicar el proceso de constitucionalización e internacionaliza- ción de los derechos humanos en el marco normativo argentino.
La Constitución Nacional de 1853 enuncia los dere- chos y garantías propios del constitucionalismo liberal decimonónico en varios artículos tales como: art. 14, que establece los derechos que hacen a las libertades de trabajar, de industria, de navegar y comerciar; art. 26, libertad de peticionar a las autoridades, de tránsito, de prensa; art. 32, derecho de propiedad, de
asociación, de culto y de enseñar y aprender; arts. 16 y 17, al prescribir diversos aspectos de la igualdad ante la ley y de la propiedad, respectivamente; art. 18, sobre las garantías constitucionales individuales del debido proceso; art. 19 sobre la libertad (Haro 2003).
Como es posible que esa enumeración no alcance a comprender el universo de manifestaciones de la dig- nidad humana para el potencial desarrollo del sujeto como persona y, en consecuencia, su vulneración; hay un artículo de la Constitución Nacional que contem- pla la posibilidad de legitimar la plena vigencia de los derechos no enumerados, pero que “nacen del princi- pio de soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno” (art. 33). En todo caso, para Haro (2003), actualmente existe una forma más inclusiva de consi- derar estos dos últimos estándares jurídico-políticos y pueden ser sustituidos por el de la dignidad de la persona: por ser este el fundamento más alto de todos los derechos del hombre.
Así, se guarda un razonable potencial para el continuo desarrollo y protección de distintos derechos huma- nos en el ordenamiento jurídico argentino, lo cual se cristalizó con la incorporación de diez trascendentes tratados de derechos humanos que adquirieron jerar- quía constitucional, de acuerdo con lo estipulado por el art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional. Con el transcurso de los años, tanto la legislación como la jurisprudencia nacional, así como la doctrina especia- lizada, han considerado a los tratados con parte de un cuerpo constitucional denso que abarca la protección de los derechos humanos elementales.
En síntesis, tradicionalmente, la Constitución Nacional supo incorporar tempranamente los derechos humanos provenientes del liberalismo cons- titucional clásico. Pero, al mismo tiempo, se estableció la supremacía de la Constitución sobre los tratados internacionales y la igualdad jerárquica de éstos con las leyes. Sin embargo, esta jerarquía fue modificada a partir de 1992, cuando la Corte Suprema declaró la primacía de los tratados internacionales sobre las nor- mas de Derecho interno; a la vez que, a partir de 1993, condiciona esta primacía a la conformidad que debe tener el tratado con los principios de derecho público del art. 27 de la Constitución Nacional, aceptando
categóricamente la plena jurisdicción de un tribunal originado en un tratado internacional, como puede ser la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) (Haro 2003).
La inclusión de Nuevos Derechos y Garantías, en la reforma constitucional de 1994 (cap. II de la primera parte, arts. 36 al 43), dota a esos derechos y garantías de una mayor robustez jurídica. Si bien algunos ya habían logrado consagración a nivel legal y otros se incorporan por primera vez al orden jurídico positivo nacional, actualizan y refuerzan las políticas estatales en materia de derechos humanos. Así, algunos de- rechos ya históricos como el derecho a la resistencia (art. 35); a libertades políticas y partidarias (art. 37 y 38, respectivamente); se activan también nuevas modalidades que habilitan una mejor participación ciudadana, como la iniciativa popular y la consulta popular (art. 39 y 40 respectivamente), introduciendo vigentes demandas ciudadanas que se expresan más problematizadas, como los derechos ecológicos (art.
41) y los derechos de los usuarios y consumidores (art. 42). En tanto que, acciones de amparo, hábeas corpus y hábeas data, se amplían (art. 43). Así también, el re- conocimiento expreso de los pueblos originarios (art. 75 inc. 17); las acciones positivas para el pleno goce de los derechos reconocidos en tratados internacionales que se incluyen
De esta forma, los tratados que le corresponde al Congreso reconocer, según el mismo art. 75, en el inci- so 22 son los siguientes: 1) la Declaración Americana de los Derechos y deberes del Hombre; 2) la Declaración Universal de los derechos Humanos; 3) la Convención Americana sobre Derechos Humanos; 4) el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; 5) el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo; 6) la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; 7) la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial; 8) la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer;
9) la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; 10) la Convención sobre los derechos del Niño. El mis- mo inciso indica que todos ellos tienen jerarquía
constitucional y se consideran complementarios de los derechos y garantías ya reconocidos en la Constitución Nacional. También establece que: “Los demás tratados y convenciones sobre derechos humanos, luego de ser aprobados por el Congreso, requerirán del voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara para gozar de la jerarquía constitucional” (art. 75, inc. 22).
Al establecer un orden de prelación, tanto la propia Constitución Nacional, con sus 129 artículos, como los diez Documentos Internacionales de Derechos Humanos (ratificados según los criterios del inc. 22 art.
75) poseen la misma jerarquía, participando del prin- cipio de supremacía constitucional. Paralelamente, en Belem, (Brasil) la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) adopta la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas (el 9 de junio de 1994); al año siguiente, la Argentina aprueba y promulga por la ley n.° 24.556, en febrero de 1996 el gobierno la ratifica y en 1997 le otorga jerarquía constitucional (ley n.° 24.820). De esta manera la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos conforman un nú- cleo de constitucionalidad abierto, por la posibilidad de incorporar nuevos tratados en materia de derechos humanos que tenga status constitucional, análoga- mente a la doctrina francesa con su denominado: bloque de constitucionalidad (Haro 2003).
Al mismo tiempo, dado que todo Estado necesita controlar que las futuras normas sean acordes a lo emanando en términos jerárquicos, se realiza lo que se denomina: control de convencionalidad. En el caso de Argentina, comparte con Estados Unidos un modelo de control de carácter difuso, porque ubica al
conjunto de jueces en el rol de interpretar y determinar la coherencia jerárquica de las normas inferiores para con las superiores; en tanto que otros países (europeos y latinoamericanos) aplican un modelo de control más concentrado, constituyendo exclusivamente para esa tarea de supervisión a un cuerpo específico. Sin importar el estilo adoptado por cada país, existe un consenso sobre su valoración como herramienta esen- cial para interpretar y aplicar el derecho internacional para ésta actividad.
Aun cuando el instrumento de control sea más o menos efectivo, también hay que considerar que los mecanismos de control no se agotan aquí; sino más bien, sirven como referencia y argumento para otor- gar mayor flexibilidad a las instituciones democráticas que deben monitorear la evolución de mecanismos de control tan complejos.
En este marco, la Comisión Bicameral de monitoreo e implementación del Código Procesal Penal Federal emite una resolución donde incorpora (art. 366, inci- so F) la posibilidad de revisión de sentencia en firme (a favor del condenado) cuando existe una sentencia de la Corte IDH o una decisión de un órgano de apli- cación de un tratado en una comunicación individual (Resolución 1/2020 Cámara Bicameral).
Si bien es posible dar cuenta de una evolución a través de distintos fallos de la Corte Suprema, de la implementación y consolidación del control de convencionalidad en Argentina (Pittier 2016, 166); también veremos, más delante, de qué manera una Corte Suprema reducida a su mínima expresión ofrece fallos que resultan contradictorios a esta legitimación del instrumento de control.
Al analizar la problemática del control social puni- tivo en la contemporaneidad, se observa la existencia de una amplia participación en el ejercicio del poder penal: que no se restringe a los sistemas formales, toda vez que las agencias que lo conforman actúan
siguiendo lógicas funcionales diversas. En efecto, des- de una perspectiva crítica, que es la que se asume en el presente trabajo, es posible detectar y analizar cómo los controles punitivos formales ejercen cierta vio- lencia institucional, vinculada al manifiesto conflicto
entre los mecanismos de control social y los valores éticos y jurídicos legitimados dentro de una sociedad democrática.
Ello se explica, fundamentalmente, desde el carácter selectivo y parcial del sistema penal, que se centra en el castigo hacia los estratos de población en condición de pobreza. Al mismo tiempo, tiende a soslayar y dejar impune una gran cantidad de delitos; por ejemplo, los de cuello blanco: evidencia de la contradicción que presentan los postulados jurídicos constitucionales que –en teoría– consagran garantías individuales y se- guridad jurídica de carácter ciudadano universal. En contrapartida, las prácticas concretas de las políticas criminales, de forma recurrente, violan y vulneran di- chas garantías. Se evidencia, de esta manera, algunas de las falencias más graves del sistema penal vigente, dada esa falta de coherencia y su carácter ideológico en la manera de justificar el modelo punitivo vigente. No se puede tampoco soslayar la complejidad que supone el despliegue de un amplio y diverso sistema penal donde participan, desorganizadamente, las dis- tintas agencias penales y extrapenales, cuyos límites e intenciones no siempre son los declarados por el orden jurídico (Leal y García 2004).
De todos modos, la dificultad para desplegar una teoría sobre el control social coherente, eficiente y democráti- co, termina desgastando el discurso crítico, por falta de consensos cuando se pretende delinear propuestas para el ejercicio del control social. En este sentido, lo clave en el debate criminológico es, básicamente, la confor- mación de mecanismos para la resolución de conflictos sociales de carácter alternativo en sus fundamentos y estructuración. A su vez, los problemas de inseguridad que padecen los Estados conspiran a la hora de priori- zar demandas que son fuertemente influenciadas por la opinión pública. Si el saber criminológico se propone dar respuestas y garantías funcionales a la preservación del orden social, la relación entre ambos términos se revela francamente indisoluble y coloca en el centro de la escena al sistema penal, el aparato represivo por excelencia de los Estados nacionales y de la comunidad internacional (Elbert 2001).
Cualquier abordaje de las políticas de seguridad pública en las últimas décadas requiere de una con- textualización de los debates y posturas en torno a las ideas sobre la seguridad. En esta perspectiva, tanto la OEA como la ONU, reconocen como tarea prioritaria trabajar para consolidar la paz, alcanzar un desarrollo integral de la justicia social basada en valores demo- cráticos, promover la solidaridad, la cooperación y el respeto por la soberanía, y, sobre todo, velar por el respeto, la promoción y la defensa de los derechos humanos (Protocolo de Managua, OEA 1993).
Pero en el presente global, las estrategias de sobera- nía estatal se manifiestan con las singularidades de cada país y el particular impacto del fenómeno de securitización que transita cada región. Si en Europa la crisis migratoria desatada luego de la Primavera Árabe se aborda como un tema de seguridad, en Latinoamérica, el narcotráfico, los homicidios y los robos son preocupaciones generalizadas, así como la violencia institucional de las fuerzas policiales (Pérez 2016). Por ello, también los organismos multilaterales expresan que: “Cada Estado tiene el derecho soberano de identificar sus propias prioridades nacionales de se- guridad y definir las estrategias, planes y acciones para hacer frente a las amenazas a su seguridad, conforme a su ordenamiento jurídico, y con el pleno respeto del derecho internacional y las normas y principios de la Carta de la OEA y la Carta de las Naciones Unidas” (OEA, 2003, II.4).
En una revisión del papel de las agencias del sistema penal, Eugenio Raúl Zaffaroni precisa que, si bien todas ellas inciden sobre el poder punitivo, las que realmente lo ejercen son las policiales en el sentido amplio de la expresión (policía, servicio penitenciario, gendarmería, aduana, tributaria, etc.). Las otras agen- cias no ejercen directamente el poder punitivo, a lo sumo influyen sobre el trabajo policial, limitándolo o impulsándolo. “Los jueces y fiscales no salen a la calle a buscar delincuentes, sino que las policías les selec- cionan los candidatos a condenados”2. En este sentido, el necesario sometimiento a un régimen disciplinario se explica porque de otro modo la actuación policial
Eugenio Raúl Zaffaroni, juez de la Corte Suprema de Argentina, escribió veinticinco fascículos semanales sobre la seguridad en sociedades democrá- ticas, para la revista Página 12. Uno de ellos aborda la cuestión criminal. Los fascículos están disponibles en: https://www.pagina12.com.ar/diario/ especiales/18-175157-2011-08-23.html.
podría afectar el correcto funcionamiento de la mis- ma, generando actuaciones que vulneran los derechos de las personas. Es por ello que la profesionalización requiere de un riguroso apego a la normativa vigen- te, necesaria para garantizar un cuerpo disciplinado que respete y haga respetar el imperio de la ley; así como también, el desarrollo de políticas de derechos humanos que aborden la denominada violencia institucional.
Analizando las políticas de seguridad pública se ob- serva cómo se ha consolidado la entrega, por parte de los gobiernos, de tareas básicas del área, conformando lo que Sain (2008) define como: policialización de las políticas públicas. Este fenómeno no sólo incorpora mayor cantidad de policías como respuesta a las demandas de mayor seguridad; también otorga a las mismas, un funcionamiento cuyo empoderamiento pone en riesgo su eficiencia, otorgando una discre- cionalidad en la actividad que la ubica demasiado vinculada a los mismos actos criminales que se pre- tenden controlar. En la complejidad de la trama social, respecto al problema de la seguridad, existe un escaso margen de acción entre la represión y la gestión de los delitos, fenómeno que históricamente muchas institu- ciones policiales han ejercido. Por ello, no es casual que el Estado deba, recurrentemente, revisar y perfec- cionar el monopolio del uso de la fuerza legitimada. Como política pública, el incremento de efectivos resulta ser un indicador negativo, en tanto que las incorporaciones pasen a formar parte de una policía que conserva como rasgos principales: el dominio territorial en base a prácticas ilegales o arbitrarias, su vínculo con el delito y la gestión de mercados ilega- les, además de su involucramiento en homicidios y casos de gatillo fácil. A esto se agrega otra medida: la descentralización de las policías locales; que, en los hechos, se limita a una desconcentración o, peor aún,
fragmentación de recursos, sin una estrategia organi- zacional efectiva y de respeto a los derechos humanos (Carrasco y Schleider 2017).
En materia de derechos humanos, en Argentina exis- ten problemas históricos, incluidos abusos policiales, condiciones de detención deficientes y violencia con- tra las mujeres. Igualmente, persisten conflictos ligados a restricciones al aborto y dificultades en el acceso a servicios de salud reproductiva. Sin embargo, se han logrado avances significativos en la protección de los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y perso- nas transgénero (LGBT) y en el juzgamiento de abusos cometidos durante la última dictadura militar (1976- 1983), si bien se registran demoras en algunas de las causas (Human Rights Watch 2020).
En cuanto a los crímenes cometidos por fuerzas poli- ciales en Argentina, abarcan aproximadamente el 20% de los casos que se presentan ante la Corte IDH (Santos 2021). Según informa la CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional), la escala- da represiva en el período 2015-2019 culminó con los peores indicadores desde el regreso de la democracia. A fines de 2019 se reportaron 1.833 personas asesina- das, con un promedio de un asesinato cada 18 horas a manos de las fuerzas represivas, marcando un récord deleznable. A lo largo de este período se criminalizó la protesta social, el gobierno defendió el gatillo fácil y lo legalizó a través de la Resolución 956/2018, mediante la denominada doctrina Chocobar, que es el apellido de un policía involucrado en un caso de estas carac- terísticas (CORREPI 2021). Esta vía libre otorgada a las fuerzas policiales para su accionar sólo agudiza el conflicto social, disuelve la disciplina de los cuerpos policiales y da cuenta de la inutilidad de los cuerpos normativos constitucionales y convencionales para proteger la vida de los ciudadanos.
Desde el sentido común, en una Constitución liberal como la Argentina y las de la mayoría de los países de la región, la conciliación de los derechos de
minorías y los de las corporaciones debería depender de la orientación ideológica y política del juzgador, de su exégesis de la norma y, como planteamos en este
ensayo, de su humanidad; entendida como la capa- cidad para generar empatía entre los contendientes y proponer las mejores soluciones y alternativas a los conflictos y casos que se plantean. De cualquier modo, cabe hacer una reflexión acerca de qué se entiende por liberal, a nivel político, y cuáles son las características esenciales de una legislación liberal. En ambos casos, se han suscitado enormes controversias.
Lo cierto es que las democracias latinoamericanas han sido heredadas de modelos liberales europeos, donde las personas “sin propiedad ni esperanza de adquirirla no pueden esperar que se simpatice con sus derechos lo bastante para ser depositarios seguros del poder sobre ellos” (Chomsky 2007, 84). En otros términos, son democracias que han desarrollado legislaciones donde se equipara o, incluso resulta más importante la protección de los derechos de propiedad, por so- bre las garantías y derechos básicos y universales de ciudadanos en general. Ya Adam Smith, padre del liberalismo, había planteado que la gobernanza civil, fundada con el propósito de garantizar la seguridad de la propiedad, en los hechos se termina constituyendo para la defensa de los ricos y en contra de los pobres (Chomsky 2007).
Paradójicamente, en Estados Unidos, modelo de país y legislación liberal, ya no existe entonces un escenario de primacía de lo. En este sentido para este autor “el sueño americano” se ha desvanecido y sólo un reducido grupo de personas, al mando de grandes corporaciones –militares, farmacéuticas y de recur- sos energéticos–, ejercen un poder y control sobre la riqueza y las oportunidades empresariales, y hasta se podría decir militares, del país (Chomsky 2007).
Este panorama no es muy diferente en los países de la región, donde también prevalece la hegemonía de grandes corporaciones, incluso sobre los poderes e instituciones públicas. Y añadiría que incluso en el ámbito jurídico, donde las leyes terminan expresando, con mayor frecuencia, los intereses y voluntades de los mercados y/o de los lemas discursivos preferidos de los grupos dominantes, quedando banalizada la de- mocracia. Se subordina así el poder público, donde el orden estatal se ajusta a un modelo neoliberal que vul- nera derechos sociales y de ciudadanía, reduciendo a
los ciudadanos a su cualidad de consumidores. En este contexto, la defensa de los derechos de las minorías podría implicar una amenaza para la sustentabilidad y la gobernabilidad.
El juez argumentador y creador de Derecho, por más que falle en un caso específico a favor de las minorías, no podrá revertir la desigualdad imperante y la natura- leza irreconciliable de los derechos de las minorías con los de las grandes empresas transnacionales, lo que se plasma, sobre todo, en el sector energético y minero. En efecto, en muchos países latinoamericanos la apli- cación de modelos económicos neoliberales impulsó un amplio proceso de privatización de servicios públi- cos, con una regulación extremadamente permisiva. Esto permitió la participación de empresas privadas y la creación de asociaciones público-privadas en la prestación de servicios básicos que son imprescin- dibles para el disfrute de los derechos humanos. En efecto, tal como advierte la CIDH (2019), ese modelo privatizador es una fuente de conflictos de intereses, los cuales suelen resolverse en los sistemas judiciales nacionales a favor de las empresas y en detrimento del bien e interés común.
Considerando esta situación, (y el caudal de casos y conflictos que se elevaron a la Corte IDH) la CIDH y la Relatoría especial sobre Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (REDESCA), iden- tificaron deberes estatales para dar cumplimiento a la obligación de garantía de protección de los derechos humanos en el contexto de las actividades empresa- riales. Son cuatro deberes específicos: a) prevenir violaciones a los derechos humanos en el marco de ac- tividades empresariales; b) fiscalizar tales actividades;
c) regular y adoptar disposiciones de derecho interno que favorezcan el interés público; y d) investigar, san- cionar y asegurar el acceso a reparaciones integrales para víctimas del accionar empresarial (Iglesias Márquez 2020).
Como problema compartido en toda la región, hay una escasa supervisión de las actividades empre- sariales por parte de los gobiernos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha postulado que es fundamental tomar medidas más rigurosas de control y vigilancia de aquellas actividades que
ponen en riesgo los derechos humanos y el medio am- biente, como pueden ser; por ejemplo, los proyectos extractivos de recursos naturales y otras actividades peligrosas. De hecho, la Corte IDH (2015) se ha pro- nunciado, en diversas ocasiones, sobre el deber de los Estados de fiscalizar las actividades empresariales de- sarrolladas en su territorio, en particular aquellas que puedan afectar a comunidades indígenas.
En Argentina, el protocolo a seguir frente a estas vio- laciones ha sido denunciado en primera instancia en el ámbito local, y, cuando no resulta suficiente, ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Contra lo que podía esperarse, el reconocimiento ju- rídico de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, han encontrado numerosos obstáculos. El principal es la falta de identificación de violaciones directas a los mismos, solo se reclaman por su vincu- lación con determinados derechos civiles y políticos. Algo que hasta hace poco tiempo la Corte IDH no había reconocido: las vulneraciones de estos derechos de manera directa (por aplicación del art. 26 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos). La forma de reconocimiento (por conexidad) ha cam- biado sustancialmente con la sentencia pronunciada en el caso Lhaka Honhat vs. Argentina (Corte IDH 2020).
En este caso, las comunidades indígenas de la provin- cia de Salta conformaron en 1992 la Asociación Lhaka Honhat, con el propósito de obtener el título único de su propiedad territorial y continuar con un recla- mo por los territorios ancestrales que data, al menos
judicialmente, de 1984. Posteriormente, en 1998, denunciaron al Estado ante la CIDH, que, recién, en 2012 dictó el Informe de Fondo, donde emitió una se- rie de recomendaciones al Estado argentino. Frente al persistente incumplimiento, la CIDH sometió el caso a la Corte IDH en febrero de 2018. Así se constituye la primera sentencia contra el Estado argentino vincula- da a derechos de los pueblos indígenas, poniendo fin a un reclamo de larga data (Ronconi y Barraco 2021).
En esta sentencia, la Corte IDH advierte que el derecho a la propiedad comunitaria indígena viene negándose más de 28 años. Sostiene que el Estado argentino no otorgó la suficiente seguridad jurídica en el reconoci- miento de la propiedad territorial comunitaria. Por lo que las comunidades no pudieron accionar su derecho frente a terceros, que en este caso puntual eran fami- lias criollas y empresas transnacionales. Pero no solo limitaron el derecho de sus propietarios originarios, sino que la explotación productiva de gran parte de esos territorios reclamados provocó una evidente degradación ambiental: afectando el derecho al agua, obstaculizando (alambrando) el acceso a la alimenta- ción de las comunidades e impidiendo que desarrollen su vida cultural. Por lo tanto, existió una clara omi- sión del Estado en garantizar el derecho de propiedad de las comunidades indígenas (Ronconi y Barraco 2021). Este es uno de los diversos ejemplos en donde el tiempo transcurrido y las escasas reparaciones ma- teriales y simbólicas han dado muestra de la manera en que funciona, en la práctica, la incorporación de instrumentos jurídicos para un mejor ejercicio de los derechos humanos básicos.
Una primera conclusión que se puede formular es que los tratados internacionales de derechos huma- nos, técnicamente no es que se incorporaron al texto constitucional argentino, aunque sí constituyen un núcleo constitucional de igual jerarquía. Además, esos tratados son normas que habilitan al sistema judicial para resolver conflictos de trascendencia fundacional, inherentes a la dignidad de las personas. La diferen- cia con la Constitución Nacional, a pesar de su igual
jerarquía, es el carácter contractual de los tratados; por ello, son comprendidos como complementarios a los derechos (y normas) reconocidos en el texto cons- titucional (Haro 2003).
La Constitución puede definirse como un contenido rígido y codificado en 129 artículos, siendo la suprema y unilateral manifestación normativa de la voluntad del pueblo argentino. En la misma se establece el reparto
de las competencias supremas del Estado. Por su par- te, los tratados de derechos humanos son documentos jurídicos emanados de actos complejos, convenidos por los Estados en distintos tiempos y vinculados a diferentes cuestiones ligadas a la protección de los derechos humanos. Posee, además, la flexibilidad de incorporar, según los contextos históricos, nuevos derechos y garantías. Esto puede ocurrir tanto en el orden internacional como local, a partir de cualquier amenaza que se perciba y posibles nuevas agresiones a la dignidad humana, directa o indirectamente.
En relación a las políticas de seguridad pública, el Derecho necesita ser menos racionalizador y asumir un rol crítico de legalidad percibida de forma unidi- mensional (Ibáñez, Greppi y Ferrajoli 2011). Para ello, y muy a pesar de las críticas y debates superficiales, es posible asumir una realidad normativa basada en el modelo garantista que ofrecen las democracias constitucionales. A su vez, demanda, a quienes legisla: el desafío de pretender satisfacer en algún nivel las expectativas que genera su intervención. La norma penal no sólo debe ser estudiada previo a su legisla- ción, sino también, comprendida en sus valores y por su funcionamiento concreto. Sucede, en demasiadas ocasiones, que quienes aplican o son responsables de esas normas, contradicen principios básicos de trata- dos de derechos humanos internacionales y propician violaciones a estos derechos.
Por ello, resulta necesario revalorizar la teoría garan- tista en el ámbito de la protección de los derechos humanos, pese a las críticas basadas en una reorien- tación iusnaturalista de la pena y de la concepción del Estado derivada del contrato social. Resulta de vital importancia un paradigma que, mediante la crítica, tanto de las normas penales ineficaces y de las prácticas penales inválidas, logra reducir la grieta que se abre entre el plano normativo constitucional y lo que ocurre con demasiada regularidad en la vida de los ciudadanos. Para Rafecas (2006), todo Estado constitucional de Derecho que pretenda un real progreso comunitario en el ámbito de la seguridad, no debe limitar a la simple formalidad los derechos naturales, que en el presente constituyen parte del derecho positivo vigente. Tampoco debe centrar el poder de decisión y participación en los gobernantes
y los reducidos grupos dominantes. La escasa parti- cipación ciudadana solo incrementa la impunidad en las violaciones a los derechos humanos; conformando una crítica superficial, caótica e improductiva sobre los verdaderos problemas del sistema judicial; dis- tanciando el carácter simbólico del Derecho, con sus resultados concretos. Es decir, dejando sin un signifi- cante real los valores (de justicia, libertad y dignidad) en los que se sustentan las instituciones y los agentes. Se requiere articular alternativas democratizadoras en la política criminal; especialmente, si tenemos en cuenta que el concepto de delito y/o criminalidad es una construcción no natural provista desde las esferas de poder (Leal Suárez y García Pirela 2014).
La vulneración de derechos humanos por parte de actores poderosos en el escenario económico-judicial (transnacionales, grandes empresas y conglomerados) y su convalidación por parte de los poderes judiciales, impacta sobre todo a comunidades y/o colectivos me- diante la afectación del medio ambiente, además de otros derechos económicos y culturales referentes a la dignidad humana. En este sentido, la corporación judicial conserva formas de administración y orga- nización que impactan de manera desigual sobre las personas involucradas, cosa que se corrobora cada vez con mayor frecuencia. Sucede, por ejemplo, cuando los problemas de orden climático, económico y políti- co provocan daños de corto y largo plazo, y no existen los recursos suficientes para su correcta valoración (mediante informes o peritajes técnicos rigurosos), cuando no es posible producir pruebas o presentarse jurídicamente como víctima. De esta manera, se trun- ca de forma constante el acceso a la justicia.
Cuando se observa la práctica y la jurisprudencia asentada en los últimos años, se advierte cómo el Poder Judicial actúa en forma afín a los intereses de los sectores más favorecidos, siendo funcional a sus demandas y cercenando derechos de los sectores des- favorecidos. Ejemplo de ello: las acciones judiciales de empresas e individuos que utilizan el sistema judicial, aprovechando sus aceitadas vinculaciones para obs- taculizar la implementación de leyes que se diseñan con el objetivo de limitar sus poderes (principalmente económicos). Así ocurrió, por ejemplo, con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual; la que nunca
llegó a ser aplicada, por decisiones judiciales de carác- ter cautelar. Existen otros ejemplos en los que grandes empresas, como la minera Barrick Gold, o la compa- ñía Monsanto, lograron dilatar, durante años, medidas que pretendían mayor fiscalización de sus actividades (López Cabello et al. 2016).
No se puede soslayar, en el presente, el grado de desle- gitimación que existe en una Corte Suprema reducida a un mínimo de miembros porque no existen acuerdos políticos necesarios para su renovación. De hecho, los actuales cortesanos han tenido varios desempeños que han sido severamente cuestionados en términos de legitimidad jurídica. En un fallo del 2017, reflotan una derogada ley (n.° 24.390, vigente entre 1994 y 2001) para aplicarle el 2x1 a un condenado por delitos de lesa humanidad, reduciendo su encarcelamiento (caso Muiña); lo que provocó un repudio masivo expresado en manifestaciones callejeras, una ley sancionada por el Congreso, varios fallos de tribunales que la con- tradijeron y críticas de todos los partidos políticos. También emitió un pronunciamiento la Comisión Interamericana de Derechos Humanos expresando “preocupación y consternación”3.
Más recientemente esa misma Corte Suprema declara, en 2022, inconstitucional la ley que estipula la actual composición del Consejo de la Magistratura. Se trata del organismo encargado de la selección y remoción de los jueces y de la administración del Poder Judicial. Y si bien incluye un exhorto al Congreso para que dic- te una nueva ley, resulta de imposible cumplimiento en la presente coyuntura política. El fallo retrocede quince años al Consejo de la Magistratura y vuelve a poner al presidente de la Corte como cabeza de ese
cuerpo, restituyendo una norma de organización de- rogada en el año 2006.
En síntesis, al revisar el comportamiento de los jueces y de la Corte Suprema de Justicia en los últimos años, resulta evidente que la mayoría de los operadores judi- ciales son indiferentes o cómplices de las desigualdades entre las partes de un proceso judicial; especialmente, cuando los litigios son impulsados por colectivos o individuos invisibilizados y discriminados como las comunidades indígenas o campesinas. Esta tendencia debería ser revertida, y de ahí la urgencia de introducir reformas judiciales profundas que permitan proteger los derechos humanos internacionalmente reconoci- dos a las comunidades minoritarias.
A modo de cierre, es preciso considerar que el desa- fío que presenta la correcta articulación de tratados internacionales de derechos humanos tiene como principal dificultad la complejidad de los fenómenos y problemáticas que pretende abordar. En todo lo que se refiera a la consolidación de Estados de derecho que garantizan a sus ciudadanos su plena vigencia, existen mecanismos normativos que acompañan dicho modelo. No obstante, existen dificultades para una más eficiente y preventiva forma de tramitarlos. La universalidad y profundidad del tema conspira contra las estrategias pragmáticas; sin embargo, una mayor visibilidad de los derechos humanos podría alejarlo de disputas anticuadas sobre su utilización arbitraria. La afectación de los derechos humanos, sabemos en el presente, nunca se limita a un ciu- dadano en particular, sino que, indirectamente, su vulneración erosiona la legitimidad de un sistema democrático.
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