
Facultad de Derecho
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CÁLAMO / Revista de Estudios Jurídicos. Quito - Ecuador. Núm. 3 (Julio, 2015):     120-123
el punto de que una sola insinuación en sentido 
contrario supone el peor de los insultos. Como ya 
señalé en el volumen segundo de este tratado, la 
mera acusación indirecta “Eso es mentira”, resulta 
tan ofensiva que ha dado paso a eufemismos del 
tipo de “eso es incierto”, “es inexacto”, “es erróneo”, 
“no responde a la verdad” o “no es exactamente así”, 
como si lo dicho en falso no pudiera atribuirse a la 
voluntad del hablante sin acusarlo de una infamia. 
Por tal motivo, la mentira aparece en las encuestas 
como el más abominable de los vicios y el que más 
odia el encuestado. 
Muchos siglos después de que los teólogos elevaran 
la veracidad a la categoría de deber perfecto, es decir, 
sin excepciones lícitas, la prohibición absoluta de 
mentir se maniesta de múltiples maneras aun hoy 
día a nuestro alrededor en agrante desacuerdo con 
la práctica habitual del propio sujeto: desde el “yo 
nunca miento” que se oye con tanta frecuencia entre 
dos mentiras hasta el “siempre hay que decir la verdad” 
que se enseña a los niños después de engañarlos con 
los rumbosos Reyes Magos, la cigüeña portadora de 
bebés o el Cielo de los Gatos a donde van las mascotas 
al dormirse para siempre. En la cultura popular los 
héroes nunca mienten, y cuando Superman explica 
en el balcón a la asombrada Lois que ha venido al 
mundo a defender “la verdad, la justicia y el modo 
de vida americano” (I’m here to ght for truth, and 
justice,  and the American way) (Rosenberg 2011), 
Lois bromea con su salvador, pero al poco Superman 
le espeta muy serio: “Lois, yo nunca miento”. Es una 
pena que la vida entera de Superman responda a una 
impostura; que Clark Kent nja ante sus propios 
amigos carecer de superpoderes y que deba ocultarse 
en cabinas de teléfono u otros lugares más sórdidos 
cuando cambia de personalidad. Nadie sabe dónde 
guarda Superman la ropa de calle (su pantalón y 
camisa, sus zapatos y calcetines de diario) antes de 
salir volando con las manos libres desde la cabina 
en su soberbio traje azul ceñido por el cinturón 
amarillo y su roja capa a juego con las botas, pero ese 
escamoteo del modesto atuendo diario del impostor 
Kent no deja de ser una metáfora de cómo la visión 
épica de nuestra propia veracidad intemporal barre 
bajo la alfombra del guión las humildes mentiras que 
nos ayudan a salir adelante cada día. 
Dado que solemos concebir como intrínsecamente 
malas aun las mentiras más inocentes, la mayoría 
solventa la angustia que le ocasionan sus pequeños 
o medianos embustes con el autoengaño: es así como 
al decir una mentira casi todo el mundo cree no 
haber mentido. Con ello miente dos veces; la primera 
acaso por delicadeza, como al declarar excelente un 
plato sólo aceptable, y la segunda engañándose a sí 
mismo al pensar que no fue mentira, “puesto que no 
ha hecho daño a nadie”. Como si toda mentira fuera 
dañina y no se ngiera a veces por motivos altruistas, 
piadosos y hasta heroicos. 
El equipo de investigación dirigido por el psicólogo 
de la Universidad de Massachusetts Robert Feldman 
grabó hace unos años conversaciones de estudiantes 
que hablaban entre sí por primera vez. Se les dijo que 
participaban en un estudio sobre la interacción de las 
personas recién presentadas. 
En una segunda fase, el equipo de Feldman les pasó 
su grabación respectiva pidiéndoles que identicaran 
sus armaciones falsas. Los más indicaron con 
antelación que no les hacía falta oírse a sí mismos, pues 
ellos siempre decían la verdad. Luego manifestarían 
su asombro al oír de sus propias bocas una mentira 
tras otra cada poco más de tres minutos. 
Un estudiante había asegurado que acababa de 
rmar un inexistente contrato discográco, pero la 
mayoría de embustes eran de poca monta: “Cuando 
estaban viéndose a sí mismos en el video”, explicó 
Feldman en una entrevista posterior, “encontraron 
que mentían mucho más de lo que pensaban que 
mentían” (Feldman, Forrest y Happ 2004, 3-4 y 
Moskowitz 2010, 147). 
Entre las decenas de mentiras que pronuncia cada 
persona al día guran las más blancas y comunes: 
“Encantado de conocerlo”, “Estoy estupendamente”, 
“Nos llamamos”, junto a otras benignas: “eso carece 
de importancia”, defensivas: “no veo televisión” u 
ofensivas: “no me interesa lo que diga”. Pero los 
hablantes creen en su gran mayoría que no están 
mintiendo “de verdad”  debido a la falsa creencia 
compartida en virtud de la cual toda mentira es 
intrínsecamente maligna.
3
 De aquí procede la 
3  Vid. Catalán 2014, 13-38.