Facultad de Derecho  
LIBERALISMO Y RELIGIÓN CATÓLICA EN EL ECUADOR DEL SIGLO XIX  
ENTREVISTA A LA HISTORIADORA ECUATORIANA GALAXIS BORJA GONZÁLEZ*  
LIBERALISM AND CATHOLIC RELIGION IN THE XIX CENTURY ECUADOR  
INTERVIEW TO THE ECUADORIAN HISTORIAN GALAXIS BORJA GONZÁLEZ  
LIBERALISMO E RELIGIÃO CATÓLICA NO EQUADOR DO SÉCULO XIX  
ENTREVISTA COM A HISTORIADORA EQUATORIANA GALAXIS BORJA GONZALEZ  
Diego Jadán Heredia**  
Entrevista realizada en noviembre de 2018  
*
*
La profesora Galaxis Borja González es doctora y maestra en Historia por la Universidad de Hamburgo, Alemania; docente del Área de Historia de la  
Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador; actualmente coordina la Maestría en Investigación en Historia de la misma casa de estudios.  
* Doctor (c) en Filosofía por la Universidad de Sevilla, España; ha sido docente investigador en la Universidad de Cuenca; actualmente es director del  
Centro de Estudios y Difusión del Derecho Constitucional de la Corte Constitucional del Ecuador.  
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Escuché a Galaxis Borja González en el X Congre-  
so Ecuatoriano de Historia que se llevó a cabo a finales  
de octubre, en la Universidad de Cuenca; habló de la  
historia conceptual de las voces liberal y liberalismo en  
el Ecuador durante el siglo XIX. Su rigurosidad en el  
manejo del lenguaje, así como su conocimiento en este  
campo de lo que se denomina nueva historia política,  
merecían una conversación algo más profunda que re-  
lacione el tema con otros conceptos de uso cotidiano  
entre abogados y abogadas pero investidos de historia.  
Me recibe en su despacho en la Universidad Andina  
Simón Bolívar, en Quito; un verdadero laboratorio lle-  
no de objetos propios del oficio de historiar. Acudo a  
ella por dos razones; la primera porque el estudio del  
Derecho se enriquece si se miran otros campos que lo  
contextualicen y nos ayuden a comprender sus carac-  
terísticas; la segunda porque, siguiendo a Nietzsche,  
no se puede estudiar al ser humano y a sus creacio-  
nes sin sentido histórico, el hombre ha devenido no es  
una aeterna veritas. Razones suficientes para valorar la  
pertinencia de entrevistar, para una revista de estudios  
jurídicos, a una historiadora.  
GALAXIS BORJA GONZÁLEZ (GBG): Creo que uno de  
los grandes aportes que ha hecho la historiografía des-  
de finales de la década de 1980 consistió en pensar los  
procesos revolucionarios y políticos de finales del siglo  
XVIII e inicios del siglo XIX en clave transnacional e  
interconectada. Uno de sus resultados de esta nueva  
manera de abordar los procesos históricos en Hispa-  
noamérica fue el diálogo muy productivo con lo que  
se denomina Historia Atlántica y situar los procesos  
de creación y formación de las repúblicas latinoame-  
ricanas en el marco explicativo del espacio atlántico.  
La denominada Nueva Historia política latinoameri-  
cana estudia por ejemplo, las redes transnacionales y  
transcontinentales en las que actuaron letrados, publi-  
cistas y artistas de ambos lados del Atlántico, y den-  
tro de las cuales la prensa jugó un papel protagónico.  
Examina también las diversas formas de apropiación  
a nivel local de vocabularios, discursos y prácticas de  
representación y legitimación, y las maneras cómo se  
dieron intercambios culturales y experiencias políti-  
cas compartidas entre las metrópolis europeas y los  
territorios americanos. En este contexto atlántico, la  
denominada Modernidad política se instala como un  
fenómeno que no puede explicarse a partir de proce-  
sos y fronteras nacionales, sino más bien como una di-  
námica compartida al interior del espacio atlántico, y  
que si bien supone distintas dinámicas de apropiación,  
velocidades y matices, pero que se construye a partir  
de una matriz común.  
En el siglo XXI es usual escuchar el debate entre perso-  
nas que se consideran liberales y otras conservadoras  
en relación con el Estado, el papel de la religión y los  
derechos humanos; temas que más allá de ser jurídi-  
cos o políticos tienen relevancia filosófica e histórica;  
es decir, se vinculan con ideas y conceptos históricos  
y contextuales. Eso sucede, por ejemplo, con el libera-  
lismo, el conservadurismo y el republicanismo, teorías  
políticas acuñadas -en su expresión moderna- durante  
el siglo XIX y que representan concepciones distin-  
tas sobre el papel del Estado, la sociedad civil, los  
derechos civiles y políticos, ¿Cómo se plasman esas  
ideas en nuestra región? Sobre este tema iniciamos la  
conversación.  
Durante las primeras décadas de vida republicana, el  
Ecuador se encontraba a caballo entre una configura-  
ción política moderna y la pervivencia de estructuras  
coloniales. Podemos decir que se trataba de un Es-  
tado moderno porque las primeras Constituciones  
suscribieron los principios liberales expuestos en las  
constituciones de Cádiz (1812) y de Cúcuta (1822)–es  
decircompartíanlosprincipiosdelanacióncomoellu-  
gar de la soberanía, la división de poderes, la existencia  
de libertades (de prensa, de asociación, de comercio,  
etc.) y de prácticas de representación y elección; en  
este sentido los gobiernos de Flores y Rocafuerte hi-  
cieron un esfuerzo importante por institucionalizar el  
Estado, por crear leyes, instancias administrativas, e  
incluso por fomentar a la prensa y a la opinión pública  
como espacios generadoras de legitimación política.  
Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XIX,  
DIEGO JADÁN HEREDIA (DJH): En las clases de  
Historia, cuando se enseñaba la evolución del Esta-  
do, era usual que no se distinga la de Ecuador de la  
que, supuestamente, sucedió en Europa; es decir, el  
Estado ecuatoriano en el siglo XIX era moderno y  
liberal, con separación de poderes y la iglesia y el  
Estado finalmente se habían escindido. ¿Cuál era la  
realidad política de nuestro país a inicios de su vida  
republicana?  
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pervivieron también estructuras del antiguo régimen.  
Así por ejemplo códigos normativos heredados de la  
época colonial que convivían con aquellos de impron-  
ta republicana; también las elites políticas, militares y  
burocráticas que habían servido al imperio español,  
forman parte de las nuevas instituciones; y se mantie-  
nen sobre todo, las estructuras sociales, las jerarquías  
raciales y étnicas, la distinciones de género, estamen-  
tales y de clase que habían regido en la Colonia.  
DJH: Personajes como Mejía Lequerica y Rocafuer-  
te, son entonces nuestros referentes al momento de  
pensar en el desarrollo del pensamiento político en  
el siglo XIX.  
GBG: Así es, pero son personajes cuyo pensamiento y  
accionar no pueden explicarse solamente a partir de  
su lugar de nacimiento. Rocafuerte nació en Guaya-  
quil, fue el segundo presidente del recién constituido  
Ecuador, pero sus recorridos intelectuales y experien-  
cias políticas transgredieron lo nacional; Rocafuerte  
vivió y escribió desde España, México, Estados Uni-  
dos y Cuba, era un políglota, prestó servicios como  
diplomático a distintos gobiernos hispanoamericanos,  
en definitiva era un liberal cosmopolita cuyo espacio  
de acción se situaba precisamente en esas redes tras-  
nacionales y transcontinentales mencionadas al inicio  
de esta conversación.  
Pero más allá de intentar membretar a las sociedades  
latinoamericanas, y pretender clasificarlas, lo intere-  
sante de este periodo, es que se trata de un periodo de  
transición en el cual se están no solo resignificando  
antiguos lenguajes y prácticas, sino también creando  
nuevos conceptos y usos. El historiador François-Xa-  
vier Guerra nos dice al respecto que las repúblicas  
latinoamericanas se convirtieron en laboratorios po-  
líticos, de invención y resignificación de conceptos,  
símbolos, instituciones, etc.  
DJH: Dialogan, entonces, con los pensadores  
franceses y norteamericanos, más allá incluso del  
idioma.  
DJH: Sin embargo, ¿el concepto de liberalismo se  
puede considerar europeo o las nuevas repúblicas  
americanas influyeron también en esa categoría?  
GBG: Los letrados hispanoamericanos están interlo-  
cutando de manera regular con sus pares europeos y  
anglosajones, independientemente del idioma y de sus  
lugares de origen. Y es que más allá de las barreras del  
lenguaje, estos personajes constituyen comunidades  
cosmopolitas de letrados, que comparten textos, prác-  
ticas de sociabilidad y discusión, y experiencias polí-  
ticas. Por citar un ejemplo: durante la década de 1850  
los liberales andinos: desde Nueva Granada hasta  
Chile, formaron parte de redes y sociabilidades trans-  
nacionales, conformadas por políticos militantes, pu-  
blicistas, educadores y novelistas que intercambiaban  
cartas, periódicos y proclamas, fundaron asociaciones  
y logias masónicas, y miraron atenta y críticamente –a  
menudo también con temor–las experiencias revolu-  
cionarias y liberales en otras regiones del Atlántico,  
por ejemplo en Estados Unidos y Francia.  
GBG: Los primeros en llamarse liberales fueron los di-  
putados que participaron en la asamblea constituyen-  
te, reunida en Cádiz en 1812, tras desatarse la acefalía  
de la Monarquía española y los sucesos de Bayona; fue  
en aquella constituyente donde una fracción se define  
como liberales en términos de un proyecto político,  
enfatizando en la soberanía nacional y la división de  
poderes.  
De esa experiencia no participaron exclusivamente  
liberales de la metrópoli; sino también letrados his-  
panoamericanos: entre ellos, José Mejía Lequerica y  
José Joaquín de Olmedo, junto a representantes de  
Nueva España, Santa Fe, Cuba, Chile, Buenos Aires,  
Guatemala, Caracas, entre otros. En Cádiz se acuña  
el término “liberal” para definir una postura política,  
que no es exclusivamente europea, porque se elabo-  
ra de cara a la crisis monárquica, pero también, a los  
movimientos insurgentes que ya para la primera dé-  
cada del siglo XIX estaban presentes en las colonias  
americanas y que ocuparon una parte de los debates  
gaditanos.  
DJH: ¿Se puede decir que un rasgo del liberalismo y  
de las nuevas repúblicas es el temor a las mayorías?  
GBG: Sí. El proyecto republicano liberal si bien defien-  
de las libertades (de expresión, de imprenta, de asocia-  
ción y de comercio), plantea a la vez contradicciones  
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difíciles de superar, sobre todo en cuanto al estatus de  
ciudadanía y las prácticas de representación. Había-  
mos dicho que el principal enunciado del liberalismo  
político fue el de que la soberanía residía en la Nación,  
que a su vez estaba conformada por el pueblo; es de-  
cir, el pueblo como el nuevo soberano. El problema  
está en que las elites desconfiaban de eso que llamaban  
Personalmente me siento más a gusto con aquellas  
perspectivas historiográficas, que elaboran sus ex-  
plicaciones a partir de la identificación de sujetos  
concretos: por ejemplo, los artistas, los maestros, las  
mujeres obreras en un momento y lugar determina-  
dos; examinan sus maneras concretas de resolver sus  
vidas y sus relaciones con el poder; relaciones que  
son de resistencia, de adaptación, de apropiación; que  
son conflictivas, pero que también que demuestran la  
capacidad de los sujetos de negociar con el poder, de  
hacer concesiones, y exigir algo a cambio. Estudiar los  
discursos políticos nos permite comprender no sola-  
mente cómo es que las elites letradas y políticas usaron  
estos vocabularios y retóricas, sino también cómo es  
que estos lenguajes entraron a formar parte de los ho-  
rizontes comunicativos y simbólicos de sectores de la  
población que aun sin ostentar puestos y funciones  
de poder, estaban reflexionando sobre sus relaciones  
con la autoridad, el Estado, el municipio, la Iglesia;  
y elaboraron estrategias y formas de actuar frente al  
mismo. El estudio de las asociaciones de artesanos en  
Ecuador de la primera mitad del siglo XIX nos permi-  
te, por ejemplo, comprender no solo las experiencias  
organizacionales de este segmento de la población,  
sino también los distintos usos políticos y retóricos  
que los socios dieron a las voces “república liberal”,  
“democracia”, “ciudadanía”, etc., así como las prácticas  
políticas que se articularon a estos lenguajes.  
“plebe”, “muchedumbre” “populacho”; y tuvieron que  
enfrentarse al dilema sobre cómo construir un nuevo  
tipo de representación, que aun cuando se legitimara  
en la figura del pueblo, no afecte a sus privilegios y  
jerarquías, muchos de ellos de origen colonial. La pri-  
mera mitad del siglo XIX está atravesada por el debate  
sobre qué es lo que se debe privilegiar: ¿si las liberta-  
des o el orden? ¿Quiénes debían acceder a qué tipo  
de libertades? ¿Todos los habitantes de un territorio, o  
solo aquellos que ostentaban el estatus de ciudadano?  
Y, ¿cómo conjugar la necesidad de construir legitima-  
ción en un nuevo orden político, cuando la mayoría  
de la población no tenía acceso a la ciudadanía? La  
educación fue una temática crucial en este debate. Se  
trataba de educar a los nuevos ciudadanos, de ense-  
ñarles a leer y a escribir e inculcarlos en los valores de  
la civilización, el trabajo y el progreso; en definitiva,  
un esfuerzo por controlar y disciplinar a estos sujetos,  
en quienes -al menos en términos discursivos-, debía  
residir la soberanía.  
DJH: Revisaba sus publicaciones y recordé a Eric  
Hobsbawm y la historia desde abajo o la historia de  
la gente corriente, caigo en la cuenta de que mis pre-  
guntas no se refieren a ella; estos discursos políticos  
a los que me he referido ¿juegan algún papel en el  
pueblo llano o esas son exclusivamente preocupa-  
ciones aristócratas y burguesas?  
DJH: En el ámbito de la filosofía se dice que la Mo-  
dernidad del siglo XIX implicó la secularización del  
Estado, pero nosotros tuvimos gobiernos signados  
por el catolicismo, quizás el más recordado es Ga-  
briel García Moreno y la consagración de Ecuador  
al Sagrado Corazón de Jesús; ¿el matrimonio entre  
catolicismo y Estado no fue cuestionado en el siglo  
XIX?  
GBG: La primera pregunta que habría que hacerse ahí  
es qué o quién es lo que los historiadores y cientis-  
tas sociales denominamos “el pueblo”. Creo que “el  
pueblo” es más bien una construcción, una abstrac-  
ción que arroja más preguntas que certezas, y que ha  
servido más a las ideologías que la reflexión científica.  
GBG: La creación de las repúblicas latinoamericanas  
implicó también rediseñar la relación entre Iglesia y  
Estado. Para el caso ecuatoriano, considero que no  
es posible hablar de una conexión automática entre  
liberalismos, posiciones anticlericales y procesos de  
secularización. Por poner un ejemplo: Durante los  
gobiernos marcistas, especialmente durante los perio-  
dos presidenciales de José María Urbina y Francisco  
Robles, los liberales radicales usaban las fórmulas de  
¿
Quiénes son eso que llamamos “el pueblo”? ¿Los ha-  
bitantes de un territorio, la sociedad civil, los subalter-  
nos, indígenas, campesinos, desempleados, analfabe-  
tos? Y si todos ellos hacen “el pueblo” ¿en oposición a  
qué o a quiénes lo definimos?  
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evangelio democrático” y de “cristianismo republica-  
no” para referirse al lugar de la religión en la construc-  
ción del mundo social, y recordemos que fue precisa-  
mente a inicios de la década de 1850 que se impulsó la  
beatificación de Mariana de Jesús y el reconocimiento  
de la Virgen de la Inmaculada como patrona de Quito.  
historiografías, sobre todo aquellas liberales y mar-  
xistas, las que han pretendido situar al catolicismo  
como la opuesto a la Modernidad, a los ideales de  
progreso y revolución; y han pretendido sin demoni-  
zar su influencia en las sociedades latinoamericanas,  
al menos ignorarlas. Pero ojo incluso durante las úl-  
timas décadas del siglo XIX, cuando la relación entre  
Iglesia y Estado se vuelve más tensa, existieron gru-  
pos de liberales, que se autodenominaron liberales  
católicos.  
El historiador colombiano Gilberto Loaiza afirma que  
en la región andina se dieron tres procesos centra-  
les, de larga duración, que signaron las experiencias  
republicanas; uno de ellos fue el del catolicismo. Las  
sociedades en el espacio andino fueron fundamen-  
talmente católicas. Es decir, los sujetos que habitaron  
estos territorios organizaron sus vidas y las dotaron  
de sentido a partir de los principios y valores cató-  
licos. Los procesos de secularización del Estado no  
ocurrieron al margen de estas experiencias y senti-  
mientos, como tampoco los negaron o pretendieron  
disolverlos. La Iglesia ha sido un factor nuclear en la  
construcción de lo social en el mundo andino. Ello no  
quiere decir, sin embargo, que la relación entre Estado  
e Iglesia haya sido siempre armónica, o por el con-  
trario, se explique solamente a partir de la dicotomía  
imposición-subordinación. Precisamente el periodo  
garciano nos muestra los esfuerzos desde el Estado por  
negociar con la Iglesia: sujetándola a la lógica estatal,  
sí, pero también asignando a las instancias religiosas,  
especialmente a las órdenes, un papel protagónico en  
la construcción simbólica de la Nación. La comunidad  
política que García Moreno buscó crear fue la de una  
DJH: Octavio Paz habla en “El laberinto de la sole-  
dad” de que los principios del liberalismo en el siglo  
XIX, en relación con México, significaban una triple  
negación: la de nuestro pasado indígena, la de nues-  
tro mestizaje español y la de la religión católica; sin  
embargo, dice Paz, la tercera de ellas nunca pudo  
darse; el pueblo mexicano continuó siendo profun-  
damente religioso. ¿Cree que esta idea pueda apli-  
carse también al caso ecuatoriano?  
GBG: Personalmente pienso que habría que relativi-  
zar las afirmaciones de Octavio Paz, y someterlas a un  
examen histórico, que dé cuenta de las condiciones  
concretas en que se producen las relaciones entre go-  
biernos liberales y sociedades indígenas. Para el caso  
ecuatoriano, los historiadores William Derek y Valeria  
Coronel han demostrado como los gobiernos liberales  
de Urbina y Robles negociaron con las comunidades  
indígenas con la finalidad de obtener su apoyo frente a  
los sectores hacendatarios de la sierra.  
“nación católica”, proyecto que a su vez se inscribía en  
lo que Juan Maiguashca y Ana Buriano han denomi-  
nado Modernidad católica. Además de la suscripción  
del Concordato en 1862 y de la Consagración al Sagra-  
do Corazón de Jesús en 1873, vale también recordar  
que el Ecuador fue el único país que envío fondos al  
Vaticano, como una manera de apoyar a los Estados  
pontificios frente a las pretensiones de anexión de la  
república italiana. Secularización no significaba divor-  
cio, pero sí un rediseño de las relaciones entre estos  
dos ámbitos.  
Recordemos que en la década de 1850 se promulgan  
el decreto de supresión de las protecturías de indí-  
genas (1854) y del tributo indígena (1857); Urvina  
incluye, además, a la propiedad comunitaria indígena  
como una de las formas de propiedad reconocidas por  
el Estado, durante su gobierno se impulsó leyes que  
garanticen el acceso de las comunidades campesinas  
a las fuentes de agua y se enfatizó en el deber de los  
agentes del Estado de defender los derechos indíge-  
nas. Williams y Coronel hablan de un proyecto liberal  
que contemplaba una dimensión étnica y popular, sin  
desconocer por ello, las relaciones de dominación,  
desigualdad y racismo a las que estuvo sometido el  
mundo indígena, no solamente durante los gobiernos  
liberales, sino durante todo el siglo XIX.  
De hecho, tal como lo han demostrado historiadoras  
como Elisa Cárdenas en México, es imposible pensar  
la construcción del Estado latinoamericano, como  
también de los otros ámbitos políticos, sin el papel de  
la Iglesia y la religión católica. Han sido más bien las  
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Los regímenes nacidos con la Revolución de Marzo  
de 1845 van a pretender, es cierto, romper de mane-  
ra radical con el pasado colonial. Este es un elemento  
común de los gobiernos liberales de la primera mitad  
del siglo XIX en toda Hispanoamérica. Los marcis-  
tas incluso buscaron introducir un nuevo conteo del  
tiempo, al estilo de los revolucionarios franceses. Así  
el primer año de la libertad empezaba con el primer  
año de gobierno de Vicente Ramón Roca. Para los li-  
berales radicales, el pasado colonial representaba todo  
aquello que había que desechar para alcanzar así los  
ideales de progreso, igualdad, democracia, y colocar-  
se al mismo nivel civilizatorio de los pares europeos.  
Esto fue sin embargo más un discurso que una prác-  
tica, por razones obvias. Por ejemplo, el decreto de  
expulsión de los jesuitas de 1852 se sustentaba en una  
disposición colonial: la Pragmática Sanción de 1767  
promulgada por Carlos III.  
sultado de una operación intelectual. La historia del  
Estado-nación está entonces estrechamente anudada  
con la historia como disciplina. Cuando a finales del  
siglo XIX la historia se convierte en una profesión que  
se ejerce en los centros universitarios, sobre todo eu-  
ropeos, los historiadores privilegiaron el estudio del  
Estado-nación puesto que lo consideraban como la  
configuración política ideal y a la que todas las socie-  
dades debían inevitablemente arribar.  
Para el caso ecuatoriano, la profesionalización de la  
historia ocurrió recién en la segunda mitad del siglo  
XX, aun así, estuvo también marcada por este fuerte  
interés por pensar el Estado en términos de identidad  
nacional. Nuestra academia ha demorado, y en algu-  
nos casos, desconfía aun de estudios historiográficos  
que buscan salirse de los marcos explicativos naciona-  
listas, y pensar los procesos históricos, por ejemplo la  
configuración del Estado, en términos trasnacionales  
e interconectados con otras realidades y dinámicas  
que van allá de las fronteras territoriales. La moviliza-  
ción indígena de las décadas de 1980 y 1990, así como  
también los nuevos debates en la disciplina histórica  
nos ha permitido además situar de mejor manera el  
concepto de nación, y desmarcarnos de la premisa  
decimonónica de que el Estado-nación constituye la  
única comunidad política posible.  
Otro ámbito donde puede observarse esta ruptura con  
el pasado colonial, es el de los imaginarios artísticos  
y arquitectónicos y la construcción de la memoria  
colectiva. Los liberales quiteños por ejemplo se pro-  
pusieron el derrocamiento de edificios coloniales  
ubicadas centro de la ciudad, y edificar en lugar de ello,  
casas y fachadas de estilo neoclásico. No obstante, a la  
par que buscaban desaparecer las huellas coloniales de  
la ciudad, los mismos sujetos liberales promovieron la  
publicación de la Historia del Reino de Quito del je-  
suita Juan de Velasco.  
DJH: Para finalizar, una pregunta más bien teórica.  
Viendo la historia republicana de Ecuador, parece  
que siempre regresamos al pasado, como que los  
ciclos se repiten; ¿la historia tiene un sentido, una  
dirección?  
DJH: Recordando nuevamente a Hobsbawm, él sos-  
tiene que la historia es la materia prima de la que  
se nutren las ideologías nacionalistas “y cuando  
no hay un pasado que resulte adecuado (para estos  
grupos), siempre es posible inventarlo”; ¿qué papel  
jugó la historia en la consolidación del Estado ecua-  
toriano?  
GBG: Digamos que la idea de que la historia tiene un  
sentido preconcebido y sigue una sola dirección, está  
inscrita en lo que se llama la filosofía de la historia. Esta  
forma de abordar la historia se quiebra, por así decirlo,  
a partir de la Segunda Guerra mundial, como resulta-  
do de todas las crisis que ésta presupone no solo a ni-  
vel social, sino también en el campo de la producción  
intelectual y científica. Los acontecimientos políticos  
en Europa, pero también en Latinoamérica que mar-  
caron la segunda mitad del siglo XX: por ejemplo los  
movimientos étnicos y de mujeres, las guerras de libe-  
ración nacional, la movilización contra las dictaduras  
y los fascismos, la caída del muro de Berlín y el cues-  
GBG: Las naciones no están dadas, sino que se en-  
cuentran en permanente creación y transformación.  
Son construcciones en un doble sentido: en primer  
lugar, porque son procesos históricos, y como tal res-  
ponden a condiciones particulares en un lugar y mo-  
mento determinado; pero las naciones también son  
construcciones porque constituyen uno de los objetos  
de estudio del investigador; en ese sentido son el re-  
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tionamiento a los meta-relatos, impulsaron nuevas  
maneras, más plurales y más fragmentadas a la vez, de  
pensar los procesos históricos. No existe una sola vía  
de desarrollo, sino varias; y las relaciones causa-efecto  
no son siempre suficientes para comprender las accio-  
nes de los seres humanos. Por lo tanto, la historia no  
se repite como plantea la pregunta; de hecho, los pro-  
cesos sociales -precisamente porque se encuentran en  
permanente construcción y se deben por lo tanto a las  
condiciones concretas en las cuales ocurren- son en  
sí mismos, específicos y particulares. En lugar de que  
suponer la existencia de ciclos que se repiten, de lo que  
se trata es de estudiar las condiciones de posibilidad  
que dieron lugar a dinámicas sociales determinadas en  
situaciones particulares. Creo que uno de los grandes  
aportes de la disciplina histórica de estas últimas déca-  
das consiste en que nos invita a reconocer y compren-  
der las distintas formas en las cuales los sujetos han  
vivido y resuelto sus vidas, las prácticas de creación y  
recreación material y simbólica que hicieron posible  
sus existencias, los lenguajes e imaginarios que usaron  
para darle sentido. La reflexión histórica parte de la  
premisa de la distancia cultural entre el investigador y  
el sujeto histórico; no se trata de emitir juicios de valor  
o de formular predicciones de lo que va a suceder, sino  
más bien de ampliar – en clave histórica- los niveles de  
comprensión de lo social, contribuir con herramientas  
intelectuales para pensar nuestros propios presentes,  
reconociendo la diversidad, pluralidad y especificidad  
de las experiencias históricas.  
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