VALORES, LIBERTAD Y REPUBLICANISMO EN LA TEORÍA POLÍTICA Y JURÍDICA
Entrevista con Marcelo Vásconez Carrasco*
VALUES, LIBERTY, AND REPUBLICANISM IN POLITICAL AND LEGAL THEORY
Interview with Marcelo Vásconez Carrasco
VALORES, LIBERDADE E REPUBLICANISMO NA TEORÍA POLÍTICA E JURÍDICA
Entrevista com Marcelo Vásconez Carrasco
Diego Jadán-Heredia**
Entrevista realizada el 4 y 8 de junio de 2020 en la ciudad de Cuenca, Ecuador
grandes términos, estoy de acuerdo con el escepti- cismo moral, pero debo aclarar mi posición. Mackie cree que no hay acciones calificadas de obligatorias, prohibidas, lícitas o ilícitas, y lo hace por influencia del neopositivismo, para el cual, desde un punto de vista empirista, no se puede determinar a través de la experiencia cuál es el valor de verdad de las afirmacio- nes éticas. Por ejemplo, si digo «la tortura es mala», puedo imaginarme muchos casos de tortura; eso es empírico. Pero la maldad -según los empiristas- no se ve. Entonces, desde esa perspectiva, no hay cómo determinar el valor de verdad de ningún juicio deón- tico. Por lo tanto, lo único que hacen esas oraciones es expresar una actitud: de rechazo, de aceptación, de aprobación. Desde este punto de vista, la ética sería ciento por ciento subjetiva.
Sin embargo, mi posición es que las afirmaciones éticas sí tienen un valor de verdad. Podemos preguntarnos si la misma afirmación «la tortura es mala» es verdade- ra o falsa, porque solo con ese supuesto podemos dar sentido a las discusiones éticas. Debatir si la tortura es aceptable o censurable no es cuestión de gusto. El problema radica en cómo probar que una posición éti- ca es verdadera; y esto no es sencillo. Por ejemplo, si nos preguntamos ¿qué es el bien?, podemos encontrar varias respuestas a lo largo de la historia, cada una con buenas razones y argumentos.
Igual con los valores; son objetivos, es decir, su exis- tencia es independiente del sujeto. Pero demostrar su existencia no es una cuestión sencilla. En general, nin- guna prueba es irrebatible.
En cuanto a la discusión entre jusnaturalismo y jus- positivismo, los juspositivistas aceptan el supuesto del positivismo filosófi de que cualquier oración que sea signifi ativa y que por lo tanto tenga un va- lor de verdad, es analítica o sintética. Las oraciones analíticas son aquellas en las que en el predicado se repite lo que ya está contenido en el sujeto; por ejemplo, «el triángulo es una fi de tres ángulos»; basta analizar el enunciado para darnos cuenta de su verdad. Los enunciados sintéticos, en cambio, se expresan cuando, por ejemplo, digo «hoy es jueves»; su valor de verdad se descubre usando los sentidos. Eso no sucede con los enunciados éticos o enuncia- dos jurídicos. Cuando califi amos una acción o un hecho como lícito o prohibido, la califi ación no se ve. En el enunciado «se prohíbe matar», la acción de matar es observable pero no su licitud o ilicitud. Este enunciado no es analítico ni sintético; por lo tanto, un positivista diría que ese enunciado carece de va- lor de verdad. Los juspositivistas, por su ontología y gnoseología, se ven en la necesidad de ligar las obli- gaciones, prohibiciones o normas con el decreto o la promulgación de una autoridad (los legisladores). Por ello, los juspositivistas consideran que, al ser el Derecho una ciencia social, es axiológicamente neu- tra, no contiene valores.
En cambio, desde un punto de vista jusnaturalista, la ciencia sí contiene valores. El Derecho es una ciencia
normativa que estudia el Derecho como debería ser; de ahí la necesidad de apelar al Derecho natural, que sirva de tribunal para juzgar el derecho positivo.
Los valores tales como el bien común, la libertad, la justicia, la igualdad, la hermandad, la solidaridad, son universales. Por eso, están más allá de la experiencia: son transempíricos. El problema de cómo los conoce- mos es complicado.
No deberíamos perder de vista el potencial revolu- cionario que jugó la teoría jusnaturalista. Pensemos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. La caída de la monarquía para dar paso a la república permitió el reconocimiento de derechos y eso fue posible gracias a la doctrina jus- naturalista. No quiero decir que los juspositivistas no puedan a título personal reclamar la inclusión de de- rechos en un ordenamiento jurídico; pero sólo desde una posición jusnaturalista se puede enjuiciar al go- bernante y a sus leyes por su arbitrariedad o falta de respeto a la naturaleza del ser humano.
Respecto a las fuentes del Derecho, entendido como sistema de normas, para el juspositivismo más fuer- te (llamémoslo legalismo), el Derecho tiene una úni- ca fuente, que es la promulgación de la autoridad que está capacitada para ello siguiendo reglas de reconoci- miento social para la creación de dichas normas. Sin embargo, para el jusnaturalismo, la legislatura no es la única fuente del derecho; también lo son la costum- bre, los jueces o fuentes privadas, como contratos y testamentos. Por lo tanto, no puede ser que una nor- ma tenga vigencia jurídica simplemente porque así lo decidió la legislatura. Tiene que ser una promulgación justificada, motivada.
El jusnaturalismo trata de encontrar los valores y las normas en la propia naturaleza. Ulpiano, por ejemplo, sostuvo que el Derecho natural era aquello que la na- turaleza prescribía a los animales. Incluso en el mun- do animal, es posible ver que los estudios científicos muestran que sociedades como las de abejas u hormi- gas tienen normas. En ese sentido, la moralidad hu- mana es una especie del Derecho que ya se encuentra en las sociedades animales; las normas no son crea- ciones humanas, son descubrimientos, y eso es lo que tiene que hacer el jurista, el filósofo del Derecho o, si se me permite, el científico del Derecho. En definitiva, hay normas que no dependen de la voluntad de la au- toridad, normas no escritas y que tienen vigencia jurí- dica. Y obviamente nosotros, como miembros de una colectividad, tenemos ese instinto social de obedecer a la autoridad, con la condición de que esta autoridad vele por el bienestar de todos.
solamente con justicia sino con algo más que justicia, por ejemplo, con generosidad o misericordia. Además de esta influencia intelectual, Maquiavelo se nutre de su experiencia política porque participó en el gobier- no de la ciudad de Florencia.
Maquiavelo escribe El príncipe a la luz de estos pen- sadores y esa experiencia propia, pero, a diferencia de Cicerón y Séneca, el florentino dice que a veces es racional no actuar de acuerdo con la moral o las virtudes, que es bueno mentir, que, si es necesario, se tendría que engañar, matar, torturar, pero siempre y cuando esas actuaciones se justifiquen por los fines que debe tener todo gobernante: conservar el poder y, algo puramente personal, obtener honor y gloria, no en otro mundo, sino acá en la tierra. El maquia- velismo se construye a partir de estas ideas junto con aquella de que el fin justifica los medios. Hemos visto, sin embargo, que para Maquiavelo no cualquier fin justifica los medios, sino solamente dos: conservar el poder y la gloria. En ese sentido, para quienes son ma- quiavélicos, obtener un fin bueno -por ejemplo, hacer feliz al pueblo- justificaría que se haga cualquier cosa, incluso algo bárbaro si es que es el único medio para conseguir el objetivo. Aquí encontramos una gran di- ferencia con la posición kantiana, que jamás justifi- caría que se haga daño a alguien para obtener un fin, aunque sea noble.
Sobre la relación entre ética y política, en lugar de pensar que la política es un capítulo de la primera, po- demos conectar la política con el Derecho (el derecho positivo y el natural). Por Derecho natural, limitándo- nos a los animales superiores, toda sociedad necesita una autoridad. Una sociedad como la humana nece- sita una autoridad que promulgue normas positivas y las haga cumplir; y los súbditos están en la obligación de obedecer a esa autoridad a condición de que ella vele por el bien común. Mi posición es que el Derecho natural es objetivo y de él surgen las limitaciones a la actuación del gobernante. Ésta es una alternativa via- ble al maquiavelismo.
¿Qué significa común? Que es algo para todos. Este bien común, que es el conjunto de los bienes que pro- duce la sociedad, no sería posible si viviéramos en aislamiento; es la cooperación la que posibilita esos productos sociales. Es bien común porque hay un aporte de todos. También es común porque es poseí- do por la colectividad. Ahora, esos bienes comunes se disfrutan individualmente; o sea, no puede ser que el bien común esté separado del bien distribuido indivi- dualmente. Y esto es importante para responder a la segunda parte de la pregunta. Por un lado, todos tene- mos obligación de contribuir al bien compun. Por otro lado, cada individuo tiene el derecho de participar de ese bien común, a condición de que también aporte- mos a la producción de esos bienes. El bien común abarca valores, es un supervalor que se materializa en otros valores, como libertad, seguridad, bienestar, igualdad. Así, el bien común es el valor supremo del ordenamiento jurídico y a la vez es la primera norma, la primera obligación, la más importante.
Sobre la otra parte de la pregunta, pienso que no hay conflicto entre el bien común y la libertad, ni entre bien común y derechos individuales. Tanto la libertad como los derechos son partes integrantes de ese bien común; el bien colectivo no puede ser independiente del bien de los individuos. Sigo aquí a Santo Tomás: no divorcio el bien común del bien particular. El bien común tiene que ser disfrutado por cada integrante de la sociedad, por lo que desaparece ese conflicto. Obviamente, en ciertos casos, puede ser que el bien común exija un sacrificio de los individuos.
Si trasladáramos este modelo a la vida política, permi- tiríamos que sea el Estado el que discipline los deseos e instintos. El gobierno tendría la misión de cuidar que no nos hagamos daño y nosotros deberíamos es- tar agradecidos. Berlin protesta contra este paternalis- mo, y hasta cierto punto tiene razón, porque normas de este tipo no se justificarían para personas adul- tas, sanas, bien informadas, en definitiva, racionales. Normas paternalistas de este tipo violan sin duda la libertad que tiene cada persona de vivir a su modo, de buscar el bien o incluso en ciertos casos el mal, si es que eso es lo que quiere la persona, con deliberación, en pleno uso de sus capacidades.
No obstante, un paternalismo moderado sí se justifi- ca. Pensemos en la idea de la identidad personal. Mi yo futuro en alguna medida es una persona diferente de mi yo presente; ese yo futuro tiene derechos que mi yo actual debería respetar. Entonces, con vistas a
resguardar los derechos de ese yo futuro, creo que de- beríamos aceptar que nos pongan ciertas restricciones para salvaguardar sus intereses.
Yendo más allá de Berlin, hay que mencionar que, para los republicanos, una característica de la libertad es la de hacer lo que la ley permite: hay libertad solo para lo lícito.
Además, no debemos confundir liberalismo con li- bertarismo o Estado mínimo. El liberalismo de la Revolución francesa está a favor de la instrucción pú- blica, de los derechos laborales, de un Estado que haga obras públicas. En ese sentido, sí podemos detectar elementos liberales en nuestra Constitución.
Respecto al comunitarismo, diría que en parte la Constitución lo acoge y en parte no. Lo acoge en la medida en que los comunitaristas creen que el po- der político está capacitado para inculcar virtudes ciudadanas en los habitantes sobre los que tiene ju- risdicción. Philip Pettit reconoce que el nuevo repu- blicanismo debería llamarse ciudadanismo porque, más que una propuesta de forma de Estado, lo im- portante es la participación ciudadana y para eso hay que inculcar virtudes. Uno de los valores a inculcar es la promoción de la cohesión social. Encuentro por
lo menos un artículo que va en esa dirección, el 347 numeral 4, que dice que toda institución educativa de- bería impartir educación para la ciudadanía. Por otra parte, la Constitución no acoge al comunitarismo, cuando en el artículo 416, habla de romper fronteras y reconocer paulatinamente una ciudadanía universal, lo que es anticomunitarista.
Sobre el republicanismo, por ahora diré que una de sus características es que la función de la autoridad es la de velar por el bien común y además cada ciudadano tiene el deber de contribuir al bien común. Esto está en el artículo 83, donde se dice que los ecuatorianos deben anteponer el interés general al interés particu- lar. Tenemos ahí un elemento colectivista.
de las instituciones y la autoridad es la de maximizar el bien. La cuestión es definir qué es el bien. En ese sentido, hay por lo menos dos maneras de modular al utilitarismo. Sus fundadores, Jeremy Bentham y John Stuart Mill, identificaban bien con placer, porque eran hedonistas. Pero, el utilitarismo no está necesaria- mente vinculado al hedonismo, pues cabe la posibi- lidad de un utilitarismo pluralista y, en lugar de creer que el bien es sólo la felicidad o el placer, podríamos incluir bienes como la justicia, una distribución justa, la igualdad, la libertad, el bien común. Con una visión pluralista de lo que es el bien, es posible defender al utilitarismo.
Además, una política no puede ser sólo procedimen- tal; tiene que estar conectada con el bien. Ya Aristóteles decía en la Política que, para saber qué Constitución se debería tener, primero debía solucionarse el problema de qué es el bien y, por lo tanto, cuál es la vida buena, la buena sociedad, el vivir bien. No se puede desligar la política del bien como valor jurídico, el bien común.
Respecto a la deshumanización de la política, conside- ro que hay progreso jurídico, una humanización. Por ejemplo, en los últimos 100 años se han reconocido derechos sociales, como salario mínimo, vacaciones pagadas, jubilación, seguro social. Pero, ciertamente falta mucho por caminar: tenemos derechos plasma- dos en el papel, de los que no existe un goce efectivo.
Por otro lado, el Estado de bienestar, que inició en los 1940 y que se fortaleció desde la caída de la antigua Unión Soviética, ha sufrido una especie de desmante- lamiento, que no ha sido total. Eso da cuenta de que el progreso no es lineal. Estamos lejos de la utopía liber- taria del Estado mínimo.
Cuando se habla de monarquía se entiende que hay una legitimidad política por provenir de una familia, un espacio privado que tiene en sus manos el Estado; es decir, se privatiza lo que debería ser público. Un monarca, por ejemplo, tiene el poder de suspender o anular instituciones democráticas, libertades e, inclu- so, la Constitución. Hay varias razones para oponer- nos a una monarquía; una de las principales es que es antiigualitarista. Es más, no es igualitario ni para los miembros femeninos de la familia real. Segundo, el monarca tiene protecciones jurídicas mayores a las de cualquier individuo ordinario. Tercero, las monar- quías son antiprogresistas, ultrarreaccionarias. Y, la mayor desigualdad: el monarca es el soberano y los demás son súbditos.
La república, en cambio, se funda en que la organi- zación de una sociedad es una cosa pública. En la re- pública es posible el reconocimiento de derechos; en ella, nadie está por encima de la ley. En la república hay un predominio de lo público, una preponderan- cia del sector público en la economía. La república es el Estado benefactor, al servicio del bien público, del bien común.
En la actualidad hay otras formas de republicanismo; de hecho, hay grados de republicanismo. Quizá es necesario destacar que un rasgo principal del repu- blicanismo es que es lo opuesto al privatismo. Para el republicanismo, la organización política de la socie- dad debe ser cuestión de todos y no solamente una cuestión de una oligarquía o, en un caso extremo, de una dinastía. Esto parecería redundante pero no lo es; es necesario un republicanismo republicano que es- taría en función de que el Estado promueva e incre- mente el bien común, el bienestar colectivo, porque la noción de pueblo es fundamental para esta corriente. En ese sentido, una república tiene que ir de la mano con la democracia.