BIOÉTICA Y BIODERECHO: OBERTURA DE UNA RELACIÓN BIOETHICS AND BIO-LAW: OVERTURE FOR A RELATIONSHIP
BIOÉTICA E BIODIREITO: ABERTURA DE UNA RELACIÓN
Miguel Kottow*
Recibido: 08/04/2021 Aprobado: 18/06/2021
Resumen
La pandemia COVID-19 denuda la incapacidad de la bioética por asistir a la salud pública en políticas sanitarias de emergencia. La deliberación bioética en torno a la asig- nación de recursos escasos, la elaboración de criterios de triage, y continuos debates sobre la interacción entre impo- siciones sanitarias y autonomía individual, han sido inca- paces de generar normativas vinculantes. Ante indecisiones y sugerencias no vinculantes, se alzan voces que solicitan un bioderecho que, con carácter prescriptivo y coercitivo, aborde los problemas que la bioética deja insolutos. El apo- yo normativo a la deliberación bioética requiere una pausa- da fundamentación y elaboración para generar un biodere- cho flexible que respete contextos y circunstancias antes de coagular jurídicamente la reflexión bioética.
Abstract
The COVID-19 pandemic has shown bioethics’ incapacity to provide an insight public health measure in emergency situations. Published deliberations over allocation of scarce resources, application of triage criteria, and prevalent debates on coercive sanitary measures versus individual autonomy have been ignored, confirming that bioethics lacks normative force. Indecision and non-binding recommendations have stimulated interest in presenting
a prescriptive and coercive bio-law. Lawful binding of bioethical deliberation requires well-thought rationale and the development of a flexible bio-law which respects circumstances and contingencies to avoid paralyzing bioethics’ reflective efforts.
Resumo
A pandemia COVID-19 desnuda a incapacidade da bioética por assistir a saúde pública em políticas de emergência sanitária. A deliberação sobre a assinação de escassos recursos, a elaboração de critérios de triagem e contínuos debates sobre a interação entre imposições sanitárias e autonomia individual, foram incapazes de gerar normativas vinculantes. Diante de indecisões e sugestões não vinculantes, se levantam vozes solicitando um biodireito que, com caráter prescritivo e coercitivo, aborde os problemas que a bioética deixa sem solução. O apoio normativo a deliberação bioética requer uma pausada fundamentação e elaboração para gerar um biodireito flexível que respeite contextos e circunstancias antes de coagular juridicamente a reflexão bioética.
* Es médico con especialidad en Oftalmología, doctor en Medicina, magister en Sociología, profesor titular de la Universidad de Chile, maestro de Bioé- tica por la Sociedad Chilena de Bioética. Es autor de numerosos artículos, capítulos de libros y textos de Bioética, Antropología médica y Filosofía de la medicina. También es miembro del comité editorial y revisor de varias publicaciones indexadas y regionales de Bioética.
Correo electrónico: mkottow@gmail.com
En recientes decenios aflora un creciente interés por el tema “bioderecho”, principalmente en publica- ciones de enfoque jurídico. A juzgar por las referen- cias bibliográficas en curso, el tema concita el interés de un número aún reducido de académicos que postu- lan un vínculo impostergable entre derecho y bioética.
El presente texto es elaborado en pleno desarrollo de la pandemia COVID-19, un período de desconcierto e incertidumbres que develan y desbordan el estado de toxicidad socioeconómica y medioambiental en que la humanidad se debate. En una atmósfera enrareci- da y acuciado por intentos anticipatorios del futuro postpandemia, el pensamiento racional sufre fragili- dad y una desorientación donde todo está permitido al navegar por una potencialidad hipotética en vez de ceñirse a la “potencialidad ‘real’ condicionada por da- tos proporcionados por el mundo actual” (Whitehead 1979, 65). Entre los escenarios anticipados en el pe- ríodo postpandemia, el abanico incluye desde la des- trucción del capitalismo anunciada por Zizek, hasta el ansioso retorno a un statu quo que satisface a los beneficiados, al tiempo que se despreocupa de facto por el sino de las mayorías desposeídas carentes de empoderamiento y esperanza, más allá de un anémico llamado a los derechos humanos.
La bioética no es ajena a las elucubraciones sobre su rol en el futuro post–pandémico, entre las cuales se despliegan la perseverancia en una ética utilitarista (Savulescu, Persson y Wilkinson 2020), el renova- do enfoque en los derechos humanos (Bellver 2020), cooperación y solidaridad según declaraciones de la UNESCO que enfatizan la atención a la conjunción de salud y buen vivir a nivel mundial, y que refuerzan “compatibilidad y el cultivo de la ética de cuidados y la teoría de justicia” (Berlinger y Mercer 2020, 56).
Lamentablemente, estas propuestas generales generan un deja vu y el incómodo reconocimiento de que la bioética ha preferido concentrarse en la postura que Gilbert Hottois describe como “un conjunto de inves- tigaciones, de discursos y de prácticas, generalmente
pluridisciplinares, que tiene por objetivo esclarecer o resolver cuestiones de carácter ético suscitadas por el avance y la aplicación de tecno-ciencias biomédicas” (Hottois 2001, 124). En el mismo tenor, la bioética es definida como “el estudio disciplinar de los avan- ces biológicos con especial atención a su dimensión moral” (Sábada 2004, 35). Pero esta bioética tecno- céntrica se encuentra en crisis por su incapacidad de enfrentar la creciente complejidad de su ámbito de acción –biomedicina, salud pública, investigación– (Maldonado 2012, 2015). Las intervenciones biotec- nológicas rechazadas por posiciones esencialistas que defienden con argumentos ontológicos la naturaleza de lo humano, el don de la vida (Sandel), las inter- venciones condenadas por “jugar a ser Dios” o recu- rren a la ética de repugnancia (Kass), no convocan en la actual cultura secular y pragmática. El “progreso” tecno–científico impelido por poderosos intereses económicos se muestra indiferente al llamado a la fru- galidad –como pedía Hans Jonas–, e indiferente a la propuesta de ralentizar su acelerada actividad científi- ca (Stengers 2013).
La biomedicina, “alianza de la medicina, la biología y también de la industria” (Sebag 2007, 20), ha refi- nado sus exploraciones diagnósticas, que incluyen la genética, para detectar predisposiciones o riesgos de enfermar que, aun cuando improbables, invitan a los individuos a conductas y medidas preventivas, y fo- mentan la designación de “paciente sano”, que carga con el temor de enfermar y el miedo de no poder pre- venirlo adecuadamente.
La salud ha llegado a operar como marco moral para la sociedad, al enfatizar la responsabilidad individual y la adherencia terapéutica [compliance] con los es- tándares de comportamiento apropiadamente san- cionados por la medicina, según argumenta Michael Fitzpatrick en su importante estudio sobre las mani- pulaciones de la medicalización. Esta provee un sis- tema de significaciones mediante el cual, la conducta de las personas es transformada en un problema tanto moral como físico (Furedi 2018).
La pandemia COVID-19 ha exacerbado una serie de problemas éticos que, presentados a la bioética y abor- dados por comités y comisiones ad hoc, no han sido capaces de superar la etapa deliberativa y proponer criterios prácticos para encarar problemas urgentes como la asignación de recursos escasos e insuficien- tes, la elaboración de un tratamiento de emergencia responsable y transparente, así como paliar los sinsa- bores, las desazones y los daños producidos por un en- crespado enfrentamiento entre exigencias normativas de la salud pública y los anhelos individuales de auto- nomía decisional y libertad de movimiento (Huxtable 2020; Fritz et al. 2020). Por desconcierto y falta de conocimientos científicos, crecen las desavenencias entre la defensa de ciertos derechos individuales y las coacciones consideradas necesarias para domeñar la crisis sanitaria desencadenada.
Conminada a contribuir con documentos sugerentes de políticas de salud pública para enfrentar la pande- mia, los aportes de la bioética han sido inconsistentes y escasamente considerados, según confirma un re- ciente editorial de la prestigiosa publicación Bioethics.
Tal vez sea hora de considerar la total remoción de la etiqueta “ética” de estos documentos. La naturaleza del análisis ético no se presta fácilmente para la pro- ducción de documentos de comités de tipo consensual [consensus-by-committee-type documents]. Tal vez ne- cesitamos apuntar a estándares más objetivos de justi- ficación ética (Schuklenk y Savulescu 2021, 228).
Con la aplicación de vacunas aparecen nuevos conflic- tos de priorización y acceso que no tienen respuesta ética unívoca o satisfactoria, ya que producen des- acuerdos de fondo entre disponibilidades e intereses, o exacerban las dificultades a la hora de legitimar las sugerencias que emiten la ciencia y las normativas de emergencia. La mayoría de las naciones, aunque con notables y no siempre exitosas excepciones, reglamen- tan la conducta ciudadana según informaciones cien- tíficas publicadas de forma apresurada que incitan a reducir el rigor científico y el control editorial en aras de urgencias decisionales. Producción y distribución
de vacunas se entrampan en conflictos por patentes, solicitudes de solidaridad y llevan, finalmente, a una profunda desigualdad en el acceso y la obtención de protección entre ricos y pobres, pese a los esfuerzos de algunas naciones por reducir la inequidad con donaciones.
En el tumulto y la desorientación exacerbados por la pandemia, la bioética no ha jugado papel relevante al- guno; naciones como Gran Bretaña han carecido de orientación ética que permita un proceso decisional claro, consistente y ecuánime en materias de distri- bución de recursos escasos y priorización de trata- mientos de emergencia –triage– (Huxtable 2020; Fritz 2020).
El retorno a la normalidad eufemísticamente endul- zada como “nueva normalidad” debería llevar a los “bioeticistas a izar bandera roja. La vida normal es y ha sido injustamente poco sana [unhealthy] para demasiados de nosotros y por demasiado tiempo” (Churchill, King y Henderson, 2020, 55). En conse- cuencia, la disciplina ha de encaminar su reflexión por un camino que evite las posturas holísticas que la ale- jan de la realidad social, mas tampoco ha de entram- parse en una crítica reflexiva excesivamente centrada en la biotecnociencia. Un posible rediseño requiere redefiniciones de términos y conceptos, así como re- pensar ideas que parecían indiscutiblemente ancladas, tales como naturaleza humana, esencia de lo humano, progreso, desarrollo.
Las teorías críticas, según se ha señalado, son reflexi- vas o auto-referenciales. Una teoría crítica es por sí misma siempre parte del dominio objetivo que descri- be: las teorías críticas siempre versan, en parte sobre sí mismas (Geuss 1999, 55).
El proceso deconstructivo de nociones inamovibles es propuesto como la profanación de lo sacralizado. Un breve escrito rescata las ideas sobre profanación de los juristas romanos y las actualiza: “Profano –escri- be el gran jurista Trebacio– se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es
restituido al uso y a la propiedad de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado de su desti- nación a los dioses de los muertos, y por lo tanto ya no era más “ni sagrado, ni santo, ni religioso, liberado de todos los nombres de ese género” (Agamben 2009, 97).
Doblemente interesante ha sido traer esta idea al ám- bito latinoamericano y “argumentar sobre la desafian- te tarea de la bioética de profanar los nuevos sagrados inmanentes –vida, salud y cuerpo– en el actual con- texto sociocultural” (Junges 2016, 22).
Enfrentadas con incertidumbres cognitivas y mora- les, así como con la falta de orientación bioética, deve- ladas y exacerbadas por la pandemia, diversas naciones han declarado un estado de excepción que impone nor- mativas vinculantes y punibles en caso de desacato.
En medio de una pandemia tan agresiva e imprede- cible como la del COVID-19 y la falta de orientación bioética convincente, muchas naciones han recurrido a la normativa de facto, al declarar un estado de ex- cepción que, según Agamben, ya forma parte de las democracias Occidentales y que solo requiere ser ex- plícitamente reactivado cuando la autoridad lo estima necesario. “El estado de excepción no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o sobe- rana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas
–y, sobre todo, la distinción misma entre público y privado– son desactivadas” (Agamben 2004, 99).
La protesta y los derechos básicos de desplazamiento y reunión quedan debilitados y hasta silenciados por el orden público que instaura cuarentenas, cierres, li- mitaciones de tránsito y obligaciones conductuales, cuya transgresión es sancionable en nombre de la
seguridad. Por cierto, son situaciones sociales frágiles que pueden redundar en excesos y abusos autoritarios limitantes y derogatorios empeñados en prolongar las biopolíticas de excepción más allá de lo justificable que, así, restan legitimidad al discurso bioético y cer- cenan las posibilidades de la instalación de un biode- recho razonable.
Ante el riesgo de confirmar las insuficiencias de la bioética por imponer un derecho prescriptivo y coer- citivo de excepción, se plantea aquí que la pandemia constituye un kairós –un momento oportuno– para reiniciar la búsqueda de interacciones legítimas y vinculantes entre bioderecho y bioética. Búsqueda impostergable– pues uno de los puntos centrales de la pandemia es el desencuentro conflictivo entre la esfera privada y el espacio público, entre la autono- mía individual amenazada en su libertad de acción y las normativas públicas que ponen la crisis sanitaria por sobre sus consecuencias económicas, así como la convivencia y estabilidad psíquica. Todas estas exigen- cias son cuestionadas y aún desconocidas, dado que la legitimidad ética está ausente y las políticas coactivas tienen un respaldo empírico-científico inconsistente y variable.
El virus COVID-19 es de una agresividad y ver- satilidad que ponen en jaque las medidas sanitarias e inmunológicas disponibles, y así desmantela todo pro- nóstico que pretenda anticipar el fin de la pandemia, su eventual cronicidad y la aparición de nuevas crisis sanitarias provocadas por agentes aún no conocidos. Se difunde el miedo al virus, a la falta de protección
y, ahora, a la dificultad e indisposición a cumplir con los confinamientos decretados. Las dudas que genera la promoción de miedo, también es utilizada en la ac- tual pandemia para disciplinar conductas y estimular la vacunación, mientras continúan los esfuerzos por legitimar el miedo con argumentos morales y refuer- zos cognitivos pesimistas (Hill 1998; Williams 2012).
La experiencia indica que el pánico recibe el carácter de moral cuando su génesis está en la percepción de que el ámbito moral está amenazado. Un orden moral se refiere a las estructuras profundas de una vida mo- ral mediante la cual las personas y sus comunidades dan sentido a sus circunstancias (Furedi 2018, 105).
La bioética carece de la capacidad de paliar miedos o de alejar riesgos; al contrario, ha exacerbado y avivado su presencia en el diario vivir, como se transparenta en el debate entre quienes condenan los riesgos de nue- vas biotecnologías y aquellos que enfatizan el riesgo de no emplearlas. La epidemiología de riesgos y su empleo por la nueva salud pública (Petersen y Lupton 1996) para fomentar el auto-cuidado y la responsabi- lidad individual de llevar un estilo de vida saludable infunden miedo en poblaciones pobres que carecen de los recursos materiales mínimos para cuidar su salud con cambio de hábitos y dietas.
Las campañas y políticas de salud pública presen- tan riesgos con el objetivo de gatillar el miedo hacia consecuencias mórbidas a ser evitadas por conductas apropiadas, saludables. Los ejemplos más notorios
han sido los empeños anti-tabáquicos, la transmisión del VIH y, más recientemente, los esfuerzos promo- cionales contra la obesidad. Hay que poner en duda la legitimidad de insuflar miedo, cuando se remarcan las incertidumbres sobre la eficacia de prevenir con- ductualmente afecciones tan multicausales como la obesidad, o se recurre a modificaciones saludables de formas de vida que solo apelan a quienes tienen opcio- nes y viabilidad económica para llevar a cabo un estilo de vida “saludable” (Bayer y Fairchild 2016).
La bioética vuelve a dar vida y garantiza una ob- jetivación de miedos antiguos y ancestrales, así como da fundamento plausible a miedos nuevos y futurológicos… explicando la insistencia con la que, por parte de muchos se subraya el carácter defensivo de la bioética… y quien tiene miedo está siempre moralmente en lo justo [al otorgar a] la bioética un estatuto sociológico privilegiado que justifica la pretensión de que el derecho se trans- forme en un dócil instrumento. En consecuen- cia, el derecho debería tender a convertirse en un sistema de gestión social del miedo. (D’Agostino 2002, 181)
El presente ensayo intenta abordar la temática del bioderecho desde la bioética, hasta ahora principal- mente debatido al interior de las disciplinas jurídicas sin lograr que la nueva rama de derecho ostente cer- tificado de nacimiento, y menos aún carta de ciuda- danía. La deliberación bioética es incapaz de llegar a resultados conclusivos, a consensos o al menos a encontrar acuerdos aceptables aun para quienes ven vulnerados determinados valores y se refugian en máximas no transables que se resisten a la tolerancia en aras del bien común.
La ética, filosófica o aplicada, no puede llegar a con- clusiones universales y, por tal motivo, no alcanza conclusiones vinculantes. Intrínseca a la ética es la impotencia normativa, que se ve cimentada por el multiculturalismo, el individualismo axiológico y la hegemonía de valores materiales.
El miedo al futuro, al progreso indeterminado y a los riesgos inherentes a tanta y tan acelerada transforma- ción carente de proyecto teleológico, se exacerba ante las posibles transformaciones de la especie humana, al carecer de instrumentos ético-normativos que pu- diesen puedan regular y limitar los impulsos del an- tropoceno. Desde hace algunos decenios asoma el bioderecho como posible ámbito normativo dispuesto a asumir la regulación de los temas que la bioética re- flexiona sin vocación decisional: “Si no hay acuerdo [en bioética], el Derecho deberá establecer los lími- tes de lo permitido; de ahí deriva la estrecha relación entre Bioética y Derecho, entendido como norma de conducta que emana de la voluntad de todos” (Casado 2002, 187).
La “Bioética” se ocupa de los “conflictos que pueden surgir en el ámbito de las ciencias de la vida”; recurre
a “identificar y asilar los conflictos… identificar los valores que puedan verse implicados… emitir orien- taciones para resolver el conflicto… proponer solucio- nes a la sociedad”, de modo que, “cuando el momento político sea oportuno, [dé] el paso a un derecho pres- criptivo y coercitivo” (Romeo Casabona 2017, 4 y 6). Esta función normativa reconoce tácitamente que el recurso al “principio” de precaución tiene más elegan- cia de proclama que eficacia regulativa.
Antes de arrogarse una tarea social tan determinante, ha de ser reconocido el estado embrionario del biode- recho, que aún no logra acuerdo sobre su designación ni conceptualización. El término bioderecho gana preferencias por su cercanía a las expresiones anglosa- jonas biolaw o bioethical law, en tanto el ámbito italia- no prefiere referirse a biojurídica, mientras en España se utiliza indistintamente ambos vocablos e incluso expresiones como biolegislación o biojurispruden- cia (Aparisi 2007). En el ámbito latinoamericano hay cierta insistencia en preferir el término bioética jurí- dica (Tinant 2017).
No hay claridad en el mundo –ni menos consenso– respecto a qué es el bioderecho, a cuál es su exacta delimitación respecto de la bioética, ni a si su rol con relación a esta es de complementación, o sustitución, ni tampoco a si posee independencia disciplinar y epistemológica respecto de esta (Valdés 2015, 1199).
Valdés señala que, a la fecha, cursan tres “concepcio- nes del bioderecho”: i) Como bioética juridificada;
ii) como disciplina tributaria de la bioética, iii) como derecho tradicional aplicado a los nuevos problemas jurídicos de la biomedicina. Mas estos enfoques son “errados” y conviene reemplazarlos por la definición “bioderecho… como un derecho aplicado al ámbito médico… capaz, entre otras cosas… [de] posibilitar la emergencia de mayor certeza jurídica en el ámbito regulativo de la biomedicina” (Ibid., 1201).
Cuestionada, indeterminada, pero iterativamente ex- presada, es la estrecha relación entre bioética y biode- recho, asunto que la pandemia COVID-19 pone en la palestra con carácter de suma urgencia. Las ya ingen- tes disquisiciones sobre bioderecho concuerdan en que su misión es respetar la dignidad e integridad del ser
humano mediante el recurso a los derechos humanos explicitados en la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos y múltiples otros documentos elaborados por cuerpos deliberativos y jurídicos euro- peos, siempre en busca de un sustento que nace de que se apoyen unos a otros. Las amenazas provienen de la biotecnociencia y de la biomedicina, que emprenden y anticipan intervenciones en el genoma humano, el control de la autonomía a través de la inteligencia arti- ficial y las sofisticaciones de la neurociencia que busca la perfección en lo moral (Savulescu, Parsson), en lo cognitivo (Bostrom y el transhumanismo), y en la con- ducta de resiliencia y des-sensibilizada que surge en combatientes bélicos (Departamento de Defensa de los Estados Unidos). La respuesta es preocupación y mie- do ante las probables realizaciones de la biotecnocien- cia que puedan limitar decisiones autónomas y afectar a las libertades y opciones de futuras generaciones.
Para que la bioética multicultural, pluralista e inter- disciplinaria, pueda abrirse a la interacción con un bioderecho ávido de regulaciones vinculantes, se le su- giere cultivar una forma flexible que rehúya tendencias dogmáticas provenientes del “campo religioso” y las rigideces de “fórmulas apriorísticas” desplegadas, por ejemplo, por “los cuatro principios de la bioética”, para poner su foco en ser “laica, plural y flexible” (Casado 2000, 29). Las reflexiones morales juegan un papel re- gulativo en la justificación de normas cuya aplicación es sensible al contexto y a la idea de que todos los aspec- tos relevantes han sido considerados oportunamente. Perdida la justificación mediante certezas religiosas y metafísicas, se recurre a la argumentación moral, a la ética comunicacional desarrollada por Habermas y por Apel, en la cual participan como libres e iguales todos los posibles afectados, en la búsqueda de la verdad a alcanzar por los mejores argumentos.
En todo ámbito de acción donde conflictos, problemas de importancia, material social en general requieren una regulación unívoca…y vin- culante, es necesario que las normas del derecho (Rechtsnormen) absorban las incertidumbres que se presentan cuando quedan sometidas a una con- ducción conductual puramente moral (Habermas 1987, 14)
La democracia representativa es ejercida por un parla- mentarismo que parece carecer de un núcleo racional con sentido moral práctico, pues prefiere dedicarse a
la brega por el poder político para enfrentar intereses conflictivos: “No hay derecho autónomo sin democra- cia real” (Ibid., 16).
Bioética y bioderecho comparten en gran medida los fundamentos principialistas anglosajones de aque- lla –autonomía, beneficencia, no maleficencia, justi- cia–. Desde el ámbito europeo nace una propuesta que presenta otros cuatro principios bioéticos que com- parte con el bioderecho –vulnerabilidad, dignidad, integridad y autonomía–. Con ligeras variaciones, es- tos principios han captado el interés de pensadores de Europa y de una minoría de pensadores latinoameri- canos proclamando que “a través del bioderecho bien podemos pensar y esperar una más justa, equitativa y, en definitiva, mejor sociedad” (Valdés 2015, 1225). Aspiración difícil de sustentar desde un bioderecho basado en principios que presentan nudos conceptua- les considerables.
Desde que es un ser consciente de su enfermabilidad (Laín Entralgo) y su indefectible mortalidad, todo ser humano se sabe vulnerable, es decir, susceptible de su- frir en algún momento de su vida y hacia el final de ella, situaciones de padecimiento y desesperanza. Mas recurrir al uso inflacionario de la vulnerabilidad no se refiere a esta forma persistente y característica de la especie, sino a una vulnerabilidad variable y selectiva (O’Neill 1996). Además de excesivamente ubicua, la asignación de individuos o poblaciones vulnerables es un abuso del término; pues, al referirse a los pobres, discriminados, marginados o discapacitados, debería hablar de vulnerados, reconociendo que estas perso- nas ya están dañadas. Más lesivo aún es sostener que las personas vulnerables (CIOMS 2002) son “aquellas que relativa o absolutamente son incapaces de pro- teger sus propios intereses; porque sí pueden tener insuficiente poder, inteligencia, educación, recursos, fuerza u otros atributos necesarios para proteger sus intereses” (Levine et al. 2004, 45). Esta interpretación de la vulnerabilidad arrasa con la autonomía, que pasa
a ser atribuible en vez de reconocida. El ubicuo e in- determinado empleo de la asignación de vulnerabili- dad sería plausiblemente reemplazada por la idea de precariedad no solo laboral, como inicialmente se ha sugerido, sino de precariedad existencial persistente, ahora exacerbada por la pandemia.
En la lectura principialista europea, la dignidad se convierte en “naturaleza” que “todo ser humano tiene como portador de derechos y deberes... Como seres humanos con libertad, autonomía, capacidad de ra- zonamiento y responsabilidad, a los seres humanos se les ha otorgado dignidad en sociedad y en el mundo” (Rendtorff y Kemp 2000, 32). La elegancia de esta des- cripción no debe ocultar que la idea de dignidad hasta ahora es muy controvertida y criticada por carecer de todo contenido más allá de ser evocadora.
Sin embargo, la difi ultad de conceptualizar racional o convencionalmente este concepto tan esgrimido y enarbolado ha hecho que la dignidad se haya conver- tido en un axioma de carácter indiscutible y con un fuerte carácter emotivo; pero no existe realmente una única defi n semántica y una concreción de sus exi- gencias, ni siquiera en Occidente (Atienza 2018, 377).
Esta dificultad por profundizar más en el conteni- do de los intereses y bienes en conflicto, hace que la dignidad humana se convierta “en un argumento de autoridad, pero vacío y opuesto al dialogo” (Romeo Casabona 2017, 16).
Complejo, asimismo, es entender la supuesta univer- salidad del principio de integridad: el respeto por la integridad es entendido como:
respeto por la unidad de un relato de vida, un con- texto y una totalidad vital que permite reconocer la identidad del otro…La completitud implícita en este entendimiento de integridad no es solo ba- lance y armonía entre diversos órganos corpóreos y las funciones del organismo vivo, sino también, y más importante, la completitud con que el pa- ciente puede presentar una narración de su vida. (Rendtorff y Kemp 2000, 39)
Reconocida la importancia de la narrativa, ha de preo- cupar que la integridad quede amenazada por el auge de la telemedicina y la digitalización de datos biomé- dicos que dan cabida muy reducida al relato biográfico y patográfico del paciente.
El principio de autonomía ha sido declarado primum inter pares en la bioética anglosajona, pero su hegemo- nía ha sido reemplazada por la vulnerabilidad, según los cánones del pensamiento europeo sobre bioética y bioderecho. En ambos casos, sin embargo, elevar la
autonomía al nivel de un principio kantiano descono- ce que el ejercicio de la autonomía en un mundo de desigualdades significa que los privilegiados tendrán rangos de decisión autónoma substantivamente más amplios que los desposeídos y desempoderados, como queda confirmado por las políticas sanitarias que, en pandemia, afectan de forma injustamente arbitraria a pobres más que a ricos.
Basta hojear “La miseria del mundo” de Pierre Bourdieu, o abrir la mirada a la pobreza, la enferme- dad, la vejez solitaria, la niñez abandonada, la muerte prematura de enfermos desamparados, la desposesión desesperanzada, para sospechar que las ideas de dig- nidad, integridad y autonomía únicamente reflejan al ser humano que vive en un medio social y ambien- tal favorable donde puede existir en libertad, inde- pendencia, socialmente protegido contra carencias e insuficiencias. Es preocupante la insistencia en la dig- nidad e integridad amenazadas por la biotecnociencia, mientras quedan ignorados los agravios a estos prin- cipios o atributos producidos por las desigualdades y miserias que sufre gran parte de la población humana.
El bioderecho vadea por ahora en aguas muy poco profundas y nada transparentes, de modo que pone en duda la afirmación de que el bioderecho inaugurará una sociedad más justa y mejor. Esfuerzos en ese senti- do habían sido presentados por la fallecida académica española María Dolores Vila-Coro quien, consciente de las limitaciones de la bioética, sea “objetivista o re- lativista”, propuso una biojurídica cuyo núcleo fuese la dignidad y la persona humana: “La biojurídica, nue- va rama del Derecho, ha surgido para establecer un cauce jurídico que impida sobrepasar unos límites y garantizar el respeto a la dignidad y a los derechos del hombre” (Vila-Coro 2005, 313).
La diligencia a emprender no es tanto robustecer pre- cipitadamente el bioderecho, asunto que podría adop- tar ribetes amenazantes de control social, sino indagar las posibilidades de desplegar una interacción razona- ble entre bioética y bioderecho. Esta postura requiere
una bioética flexible que “admita la coexistencia de principios diversos, puesto que plurales son los valo- res en la sociedad en que vivimos”, y un bioderecho también flexible [Carbonier] en un marco “constitu- cional dúctil” (Casado 2000, 22-23) que Zagrebelski denomina Dritto Mite (= manso, dócil) (Martínez 2005). “La Bioética necesita de la reflexión ética previa y del debate ciudadano, pero, después, requiere deci- siones político-jurídicas” (Casado 2002, 192).
Si el bioderecho se construye apresuradamente con intenciones incumplidas de ductilidad y docilidad, tendrá un desempeño resolutivo arbitrario e imprede- cible, como ha sucedido en diversas naciones con re- lación a las regulaciones del aborto voluntario. Desde la bioética, es de desear que el bioderecho llegue even- tualmente a ser prescriptivo y exhortativo, sin rigidi- zar su propia flexibilidad ni desatender la legitimidad bioética que debe respetar.
El dilema es complejo y deberá ocupar a las mentes jurídicas. Mas es de esperar que se cumplan al me- nos dos premisas: las normativas han de interpretarse con respeto al contexto social y personal de la situa- ción, y permanecer atentas y dispuestas a responder
a los cambios de procesos que son fluidos, como hasta ahora, por ejemplo, la genética. Así pues, las leyes harán bien en incorporar una cláusula crepus- cular que requiera su revisión dentro de ciertos plazos determinados.
La instalación cultural de la bioética como disci- plina formal, desde comienzos de los años 1970, ha tenido una expansión académica notable en la re- flexión acerca de los valores comprometidos en inter- venciones humanas sobre procesos vitales y naturales (Kottow 2016). Desde las humanidades, las ciencias naturales y las disciplinas sociales, el discurso bioético ha reflexionado sobre las prácticas sociales y los fun- damentos teórico-éticos con un despliegue enriquece- dor de dilemas, problemas y debates propositivos. No obstante, desde la sociología ha recibido la crítica de que paulatinamente se distancia de muchos problemas sociales acuciantes (Hedgecoe 2004). Por su naturale- za pluralista y contextual, y su método deliberativo, la bioética puede asistir en el esclarecimiento de dile- mas sin llegar a conclusiones resolutivas, a menos que caiga en un dogmatismo inapropiado. El acendrado individualismo de la bioética mainstream –conven- cional– necesita abrirse a visiones más comunitarias.
Los diversos criterios éticos y bioéticos, propuestos y debatidos claramente en muchas partes, provienen de una perspectiva individualista y, por lo demás, siguen bastante explícitamente los lineamientos de las éticas utilitaristas. De hecho, entre los diversos principios
éticos debatidos no hay referencia al bien común, probablemente también debido al hecho de que no es un concepto fácil de analizar y transcribir a números (Agazzi 2020, 64).
Con el auge de la biotecnociencia y su potencial de intervenir en el genoma humano, digitalizar las acti- vidades neuronales del cerebro y aspirar, aunque en la distancia de un futuro indeterminado, a la posibili- dad de crear el ser vivo transhumano, surgen temores y amenazas provenientes del desarrollo de intereses que pudiesen beneficiar a los privilegiados y dañar a los desposeídos. Se instala la necesidad de control y li- mitación del quehacer biotecnológico mediante el de- sarrollo de una normatividad vinculante, moralmente legitimada y legalmente proclamada. El camino desde la legitimidad bioética hasta la legalidad del biodere- cho se encuentra apenas en su inicio. La interacción de bioética y bioderecho es inevitable y urgente, mas tiene que avanzar con cautela, a fin de evitar conclu- siones apresuradas que den pábulo a una juridifica- ción rígida e intolerante de los temas bioéticos que nos preocupan hoy con miras al futuro. Estas ingentes tareas no pueden sino ser un trabajo académico acu- cioso de pensadores de la ética y el derecho.
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